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<i>Pollock en el Salvaje Oeste </i>

Estrella de Diego

Es el verano de 1956 y Jackson Pollock, irremediablemente borracho -repite la historia más consensuada-, estrella el coche no muy lejos de su casa de Springs, en la curva a pocos metros del mítico estudio donde Hans Namuth, apenas cuatro años atrás, había fotografiado al artista trabajando, chorreando pintura sobre el lienzo y pisoteando la pintura sobre el suelo. Aunque sería más preciso decir que Pollock andaba pisoteando a Picasso -su gran obsesión- y con él a Europa. Y a toda la historia del arte como se la conocía hasta entonces. No está mal. No está nada mal como operación de estado tras la Segunda Guerra Mundial crear un "arte americano", darle un apelativo -Expresionismo Abstracto-, nombrar un crítico oficial -el poderoso Clement Greenberg- y diseñar al pintor que pudiera encarnar ese papel de héroe que toda construcción cultural necesita.

Desde luego, no faltaba ninguno de los elementos para convertir a Pollock en una auténtica estrella como América la deseaba: pintaba "desde el inconsciente" -como él mismo solía repetir- y sobre el suelo, como nunca había pintado Picasso. "Mi pintura no sale del caballete. Se parece al método de los pintores sobre la arena del Oeste". explicaba Pollock en el invierno de 1947. El sueño se había hecho realidad: la infancia de Pollock en Arizona hacía de él el candidato idóneo para convertirse en el representante oficial de esas raíces que fueron tratando de reconstruir aquellos que soñaron con encontrar América. ¿Qué más daba que América estuviera en todas partes y en ninguna? ¿Qué más daba que esas ansiadas raíces procedieran, en el caso de Pollock, más de las visitas a las exposiciones de Nueva York que de sus recuerdos de juventud? Lo esencial era que Pollock se declaraba "americano".

Luego las cosas pasaron muy deprisa. Apenas dos años después de las fotos de Namuth, Greenberg comentaba que Pollock había "perdido esa cosa", expresión utilizada por el crítico para dar el finiquito a los artistas. Las pintura chorreadas de los años 1948-50 pasaban así a ser, entre los mitos fundacionales de la modernidad, un antes y el después escaso además: no se podía ir más lejos en lo radical de los gestos. Por eso no debe asombrar que las extraordinarias pinturas chorreadas alcancen precios desorbitados. Preguntarse por qué ha podido suceder sería igual que preguntarse por qué el chorreado de Pollock ha pasado a ser en el imaginario colectivo más radical que el corte loco de Fontana sobre el lienzo. Lo importante es siempre desde dónde se narre la historia, aunque el Salvaje Oeste sea manufacturado y para turistas.

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