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Columna
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En la ducha

A mí el momento de la ducha jamás me ha resultado especialmente erótico, ni susceptible de elevar otro tipo de entusiasmos. Mientras me sostengo debajo del chorro de agua, frotándome las corvas y los sobacos, sólo puedo acordarme de un pobre mono desnudo que se arranca la mugre del pellejo para volver a hacer acopio de ella en cuanto salga del plato. Con otras personas me sucede lo mismo. El lugar más siniestro de un camping o de un gimnasio es su sala de duchas, que me evoca sin faltar el paredón de fusilamiento: la gente tiene un aire obsceno, crudo, como de res en el matadero, cuando se sitúa pálidamente debajo del grifo. Por el contrario, observo que en el mundo circundante existe mucha gente entusiasmada con su sala de baño. Individuos acendrados que deben de quedar desteñidos después de pasar media hora debajo del torrente de agua caliente, sibaritas que se ungen de cosméticos y pomadas de plantas tropicales, amantes, incluso, que renuncian a la comodidad del colchón para disfrutar de un placer más rígido y vertical. Hay quienes, también, se sienten deslumbrados ante el ritual de la ducha ajena. Y que no se quedan en observar rijosamente por la cerradura como los pervertidos de las películas de Alfredo Landa, sino que, aprovechando las ventajas que ofrece la tecnología, se dedican a hacer reportajes que luego tal vez peregrinarán por los ordenadores de medio mundo. En Nuevo Torneo, en Sevilla, unos vecinos de un bloque de pisos acaban de denunciar que han topado en más de una ocasión con una sombra indiscreta al salir del baño; que una cámara les espiaba y hacía retratos, supongo que no excesivamente obsequiosos, de sus pliegues más íntimos. Comprendo su inquietud: es un fastidio que alguien divulgue por ahí sin el debido copyright esa barriga que camuflas al meterte la camisa dentro del pantalón.

Siempre me he preguntado si existirán de verdad aburridos lo suficientemente feroces como para pagar por fotografías de esta clase, o navegantes de la red que pasen sus tardes asomándose a las canillas sin depilar de la vecina del quinto. Pero a tenor de las denuncias y de lo que el telediario nos enseña todos los días, ahí están, consolándose de su soledad con la soledad ajena. No hace tanto que una joven descubrió pasmada un trasero que se parecía sospechosamente al suyo al irrumpir en determinada página de Internet, o que diversos usuarios de los probadores de una tienda de modas chocaron con el ojo de una cámara después de quedar como sus madres los trajeron al paritorio. El mundo en que vivimos busca desesperadamente la intimidad, y si no la tiene inventa ficciones de ella, la fabrica, hace de la vida privada un plato precocinado. Abrumado por los satélites que pueden localizar a una persona en cualquier centímetro de la Tierra, acosado por los teléfonos móviles que ya no respetan ni la escasez de cobertura de las estepas o los desiertos, perseguido por el vídeo, la fotografía, el ordenador, este presente nuestro necesita convencerse, aunque sea mentira, de que todavía existe un rincón a salvo de las miradas ajenas en que poder hurgarse la nariz sin que nadie tosa. Por eso la intimidad, o su sucedáneo, se vende a precio de joyería; por eso los concursos de telerrealidad y esos programas tediosos en que grupos de holgazanes aprenden a construir cabañas en la selva o dan de comer a vacas que los miran con estoicismo. La sociedad precisa creer que sus prójimos constan de tres dimensiones, que consisten en algo más que los troqueles que reciben a los clientes en el mostrador o que pisan el zapato de al lado en la plataforma del autobús. Le consuela pensar que en el fondo no es tan inhumana como dicen los ecologistas y que cada cual cuenta con su esquinita particular en la salita de casa para ser uno mismo y no lo que vean de él los demás. El espía de Nuevo Torneo busca captar ese momento único, ese lapso fugaz en que las máscaras caen sobre la bañera y se ahogan en el sumidero arrastradas por la corriente del grifo; al vender por Internet las fotos a los voyeurs vende la esperanza: detrás de los rostros planos con los que nos cruzamos por la calle, detrás del silencio y la indiferencia ajena, también existe vida.

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