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Crónica:CRÓNICA DE PARÍS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un debate de altura

El alcalde de París, Bertrand Delanoë, quiere que la mayoría rojiverde que le respalda en el ayuntamiento le autorice a romper con el techo de la ciudad, un techo fijado en 37 metros de altura. No lo ha conseguido. Sus aliados verdes no son sensibles al atractivo del rascacielos, como tampoco lo quiere el 61% de los parisienses. Los comunistas sí, pero exigen que acojan viviendas populares.

La Torre Eiffel, con sus 320 de altura, sigue siendo la construcción más alta de la capital francesa. En su día, un obispo la calificó de "esqueleto del diablo". Hoy es el símbolo de una ciudad que Karheinz Stierle bautizó como la "capital de los signos" por ser la primera gran metrópoli que se desplegaba con conciencia de tal, en la que las avenidas estaban coronadas por monumentos y en la que cada perspectiva está determinada por elementos que recuerdan quien manda: la Asamblea Nacional es la nación, la columna de la Bastilla es la Revolución, la escultura de la República es ella misma, el arco de Triunfo las glorias militares, el Panteón la tumba de los hombres ilustres, el obelisco de la Concordia encarna el espíritu de aventura como la torre Eiffel el del progreso.

François Mitterrand dejó su rastro arquitectónico con su pirámide en medio del Louvre, su esfera en la Villette, su ópera popular en la Bastilla o sus torres en forma de libro abierto para acoger la nueva biblioteca nacional. París es una ciudad por la que uno no pasea impunemente. Y cuando cree hacerlo se integra en otro paisaje, el de una tradición de realismo romántico que tan bien tradujo Robert Doisneau con sus fotografías. Doscientas ochenta de ellas se exponen ahora en los salones del ayuntamiento de París, como para recordar a Delanoë en qué dirección hay que hacer evolucionar la ciudad.

Los rascacielos de París son modestos y estúpidos. Sólo la torre Montparnasse, con sus 209 metros para 56 pisos desafía el mecano imaginado por Eiffel para conmemorar el triunfo de la sociedad industrial. Los otros rascacielos, las desafortunadas torres de los barrios 13 y 15, de la época de Pompidou, son gigantones bajitos en los que reina el hormigón armado. Son hijos de la normativa de seguridad exigida por los bomberos y de la tradición cementera del país. En París, un piso debe poder arder durante dos horas sin que sus llamas se comuniquen al piso superior o inferior: el tiempo que se estima que necesitan los bomberos para acabar con el incendio.

Una serie de televisión del canal ARTE dedicada a arquitectura lleva escogidos 30 arquitectos y 30 edificios como los más importantes en el arte de construir. No ha escogido ningún rascacielos. La proeza tecnológica no derrite el corazón de los franceses. El cartesianismo no se deja seducir por el reto de las alturas, prefiere el del espíritu: falansterios, bibliotecas capaces de aprovechar al máximo la luz solar, viviendas autoconstruidas, estaciones capaces de combinar la llegada de trenes y aviones, templos dedicados a la salvación del cuerpo o el alma. Sin duda, se trata de la mejor serie jamás realizada sobre arquitectura. TVE no la quiso y la tiene TV3, que la ha completado con presentaciones de distintos arquitectos barceloneses estupendamente filmadas por Gonzalo Herralde. El alcalde Delanoë -y nuestros alcaldes, los de Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Bilbao...- debieran verla para no caer en el papanatismo.

Ya nunca seremos los más altos. Florencia vive de sus campaniles, Madrid de la Puerta de Alcalá o de la plaza Mayor, Barcelona de la Sagrada Familia. En una Europa convertida en parque temático no sirve de nada tener edificios que ahoguen la silueta de lo que hemos sido. De lo que somos. Casi dan ganas de adaptar la arrogante consigna de Unamuno: ¡Que construyan ellos!

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