Un emporio pleno y amargo
La memoria suele ser el mejor aliado y el peor contrincante de los escritores, ya que si desde una perspectiva vitalista depura la emotividad de los años felices, al mismo tiempo retiene un sentimiento de introspección que acaba por hacer derivar el pasado hacia un juego de espejismos que complican discernir si valió más la pena vivirlo o escribirlo.
Como la mayor parte de los ciudadanos de Estambul en los años cincuenta, en su infancia Orhan Pamuk demostró poco interés hacia su ciudad natal, en parte para no alimentar la generalizada amargura de tener que ser testigo de los restos del antiguo gran imperio, de la desaparecida "civilización del Bósforo", como la calificó el memorialista Abdülhak S. Hisar, por cuyas orillas Pamuk solía salir de excursión en compañía de su familia. Simultaneando las pinturas de Melling, las notas de viaje de Nerval y Gautier, o las fotografías de Ara Güler, Pamuk nos revela un Is-tan-polís, un "ir a la ciudad" en su acepción griega aliterada por los turcos, alejado del pintoresquismo de los cuentos orientales y contaminado por la mirada del forastero occidental, con quien el autor se identifica, bajo la secreta intención de borrar de su mente lo conocido y descubrir la fascinación de los detalles inadvertidos. El mismo literato francés Théophile Gautier, a quien Pamuk señala como la quintaesencia de lo occidental, escribió en Constantinopla, después de un paseo por los suburbios de Estambul hace ciento cincuenta años, que resultaba difícil imaginar que tras aquellos "muros muertos se hallaba una ciudad viva". El develamiento de que Estambul era asimismo un suburbio del mundo, lleva a Pamuk al deseo de descubrir entre los vestigios de la metrópolis bizantina su verdadera identidad y la historia de su propio yo, sin desprenderse de la sensación de abatimiento, pérdida y orfandad por la disolución del imperio otomano que la recorre con despreocupado dinamismo.
ESTAMBUL. Ciudad y recuerdos
Orhan Pamuk
Traducción de Rafael Carpintero
Mondadori. Barcelona, 2006
436 páginas. 22 euros
Esta circunstancia probablemente haya impulsado a Pamuk a optar por el retrato en blanco y negro como alegoría de la opacidad de los recuerdos, recurriendo a la simbología de las imágenes monocromas para transmitir la nostalgia por una época pasada deteriorada y obscura, "ese espíritu en blanco y negro de la ciudad", blanco como el significado en turco de su apellido, negro como el color de la flor con que apoda a su primer amor para mantenerla en el anonimato.
Aunque Estambul fue para Pamuk un destino incontrovertible, no ceja en su empeño por descubrir el significado de haber nacido en ese lugar, en un determinado momento histórico, en el seno de una familia de nuevos ricos estambulitas, laica y donde se pasaba de puntillas por las creencias musulmanas; no obstante, por momentos su educación acomodada le traiciona mediante observaciones del cariz de que su ciudad era igual a un "enorme pueblo pobre", que motiva a que una y otra vez en su narración se confundan los tonos de la congoja con los de la complacencia, que le impulsa a idealizar los recuerdos de la infancia como a dilatarse en la semblanza de ruinas y decadencia, como si mediante la evocación pudiese erradicar de su amada-odiada ciudad todo lo arcaico, antiestético y desmoronado.
Pero es precisamente esa mira
da dual, ambigua, en la que lo pretérito se convierte en una vía de escape para entender el presente, la que otorga al último, y más sensible libro de Pamuk, su esencia cautivadora. Imposible no sentirse movilizado por el paisaje atemporal que recrea a la ciudad como territorio sentimental, que más que un entorno real parece ser producto de la imaginación, influenciado sin duda por sus estudios de arquitectura y pintura, la presencia de un ambiente familiar protector y "vivir en un segundo mundo cerrado al exterior y al que nadie podía acceder". Pamuk consigue que estos dispositivos mnemotécnicos despierten una terrible apetencia por abandonarlo todo y zambullirse en el poderío de las aguas que fluyen por el Cuerno de Oro, habitar el arrebatador paisaje donde una vez dominaron los palacetes y mansiones de madera, embriagarse con la belleza de sus estrechas y fantasmagóricas calles empedradas, con los sonidos y la melancolía de sus habitantes. Su viaje autobiográfico y literario reconstruye evanescentes instantes mediante una selecta colección de motivos sobre el paraíso perdido, esos que adornan la exquisita y policroma alfombra mágica con la que surcar el tiempo.
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