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Para siempre jóvenes

Antón Costas

Me ocurrió el miércoles pasado en Burgos. Había ido a la ciudad del Cid Campeador invitado por la Fundación La Caixa para pronunciar una conferencia dentro de su programa La vida es cambio, el cambio es vida, dirigido a la adaptación saludable de las personas mayores. Mi visión, como economista, es que el aumento espectacular de la esperanza de vida y el consiguiente envejecimiento de nuestras sociedades constituyen uno de los cambios sociales y económicos más profundos que le han ocurrido a la humanidad, y que, en general, este cambio es para bien. Pero antes del inicio de la conferencia un periodista local me hizo una pequeña entrevista y me lanzó una pregunta inesperada: ¿qué hace un economista en un programa para personas mayores?

Recuperado de la sorpresa, la pregunta me hizo pensar en los muchos prejuicios e ideas preconcebidas y falsas que existen acerca de la situación y las condiciones de vida de las personas mayores, entendiendo por tales las de más de 65 años. Estos prejuicios no dejan ver que las personas mayores son una de las fuentes potenciales de creación de riqueza y desarrollo que tienen nuestras sociedades.

La visión convencional de los mayores es la de viejos que están al margen de las preocupaciones y los intereses cotidianos del resto de la población más joven, que han entrado en una vía secundaria, esperando lo inevitable, y que son, por tanto, campo reservado a las atenciones de médicos, psicólogos, filósofos o sacerdotes, pero en modo alguno tema de interés de los economistas.

Esta visión convencional sostiene, por un lado, que los trabajadores de edad avanzada son menos competentes, poco productivos y faltan más al trabajo que los más jóvenes; y, por otro, que las personas mayores no pueden valerse por sí mismas, necesitan vivir en residencias y hospitales, y un elevado número está senil. De hecho, es frecuente encontrarse con análisis aparentemente sesudos que nos alertan de una maldición de Matusalén, en el sentido de que, al aumentar el coste de dependencia, una sociedad crecientemente poblada de personas mayores provocará una situación insoportable para la economía y los presupuestos públicos de nuestros países.

A eso se añade también el temor de que una elevada proporción de personas mayores acabe siendo una sociedad muy conservadora, egoísta, preocupada solamente por sus pensiones y poco propicia a los cambios espectaculares que están desarrollando en este comienzo del siglo XXI, la ciencia, la tecnología y la economía capitalista globalizada.

El contacto que ese programa de la Fundación La Caixa me ha permitido con personas mayores de toda España me ha hecho ver que la realidad no responde a esos prejuicios, y que la discriminación contra las personas mayores responde a ideas preconcebidas y falsas. De hecho, los promedios de productividad y asistencia al trabajo de los empleados de 60 años y más son más elevados que los de los grupos de trabajadores jóvenes (quizá por eso cuando Seat y los sindicatos acordaron en la última crisis llevar a cabo una serie de despidos utilizando indicadores objetivos de productividad y asistencia al trabajo, se encontraron con la sorpresa de que los menos productivos estaban entre los jóvenes). Por otro lado, sabemos que el 95% de los mayores de 65 años viven en viviendas privadas sin dependencia de ningún tipo, y que tan sólo alrededor del 7% de las personas que están entre los 65 y los 80 años muestran síntomas pronunciados de senilidad.

Por tanto, ¿es correcto el panorama convencional de la vejez que se nos presenta con frecuencia? Sí y no. Por un lado, es cierto que estamos ante un cambio demográfico irreversible y sin precedentes. El aumento de la esperanza de vida, con el horizonte inmediato puesto en los 100 años de vida media, ha cambiado la sociedad que conocemos. El número de niños menores de cinco años ha dejado de ser mayor que el de personas de más de 65 años. Del 2% o 3% de personas mayores, que era lo tradicional en la mayoría de países, hemos pasado al 15% actual, porcentaje que irá creciendo a medida que se jubile la numerosa generación del baby boom, los nacidos a finales de los años cuarenta y en los cincuenta. Sin duda, se trata de uno de los cambios sociales más importantes a los que ha asistido la humanidad, con consecuencias de todo tipo, económicas, empresariales, políticas o culturales.

Pero es (o puede ser) un cambio para bien, y no un apocalipsis social y presupuestario. El problema del déficit de la sanidad, que con frecuencia se menciona como consecuencia dramática, no está vinculado directamente al envejecimiento, sino a los avances de la medicina. El aumento del gasto sanitario se hubiese producido tanto si la esperanza de vida aumenta como si no; por eso conviene separar ambas cuestiones. Al contrario, es presumible que el crecimiento del gasto sanitario de las personas mayores se modere como consecuencia de que las condiciones de salud de los nuevos viejos (la generación del baby boom) no tendrán nada que ver con las condiciones y circunstancias personales que hasta ahora asociábamos a la vejez. Además, todo anticipa que los avances de la medicina regenerativa van a ser espectaculares, tanto para el alargamiento como para la mejora de las condiciones de vida.

Seremos para siempre jóvenes, hasta el día final. Una sociedad sin edades.

Desde esta perspectiva, el problema social es otro: ¿qué hacemos con esos 30 o 35 años de vida que la ciencia y el desarrollo económico conceden a las nuevas generaciones de jubilados? ¿Cómo aprovechar la fuente potencial de riqueza que significan las personas mayores? ¿Qué cambios en la organización social, familiar, laboral y empresarial son necesarios? ¿Es lógico que la jubilación siga siendo a una edad tan joven como los 60 o 65 años? ¿Es adecuado que se produzca como una ruptura radical y completa del mundo laboral y no como un proceso gradual? ¿No sería mejor que entre todos -gobiernos, empresas, trabajadores- fuésemos preparando desde ahora ese nuevo escenario, mientras la generación del baby boom esté aún en activo? Mi impresión es que el manual de instrucciones para el uso de la jubilación está aún por escribir.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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