Todo dinero es poco frente a la penuria migratoria
España está dispuesta a negociar la solución en el ámbito europeo,pero partiendo de que no tendrá residentes 'invisibles' o sin derechos
Conakry es desolación y caos. Un enorme embotellamiento sobre el barro batido por la lluvia, en el que motos, coches y furgonetas cargadas hasta lo inverosímil se conforman con avanzar algún centímetro entre las indecentes chabolas que se extienden hasta donde alcanza la vista, a ambos lados de la calle.
Vapores de monóxido de carbono salidos de vetustos motores que con frecuencia sufren la muerte súbita y quedan varados, reforzando un tapón ya insuperable, se mezclan con los de los infiernillos de carbón en que los chabolistas cocinan lo que pueden. Los de primera fila son comerciantes y ofrecen artículos -escobas, sillones, retretes o neumáticos- que carecerían de valor fuera de este contexto. Detrás, se ve la masa compacta que deambula en chancletas por el lodo y se adivina el hedor de las basuras que se amontonan por todas partes.
La región subsahariana copa hoy los últimos puestos en la lista de desarrollo humano
Sólo los niños ríen y gesticulan ante el visitante extranjero, como han hecho siempre los niños africanos. En Guinea Conakry puede haber malnutrición, pero no son visibles los efectos del hambre que sí se perciben en Malí o Níger, a medida que se avanza de la costa hacia el desierto. Claro que no sólo de hambre se muere, como tampoco sólo las guerras provocan grandes desastres. La tasa bruta de mortalidad infantil en esta Guinea de cultura francófona es de 105,5, más de tres veces superior a la que padecen los niños españoles.
Los adultos miran indiferentes o apesadumbrados, lo que no es mucho en el caso de los que se hacinan a razón de una veintena, en posturas imposibles, dentro de vehículos diseñados para transportar menos de la mitad de pasajeros. Son la viva imagen del éxodo sin rumbo ni objetivo, en todo caso, sin posibilidades de llegar a meta alguna, en que parece haber devenido casi toda África, y esta zona noroccidental especialmente. La región fue semillero de esperanzas en los albores de la independencia, pero hoy no tiene más palmarés que los últimos puestos de la lista de desarrollo humano que publica la ONU.
A Guinea Conakry le corresponde el 156, uno por detrás de la vecina Gambia y otro por delante de Senegal, el tercer país que visitó esta semana el ministro de Exteriores y Cooperación, Miguel Ángel Moratinos. El último puesto es de Níger, con el número 177. Malí tiene el 174; Guinea-Bissau, el 172; Nigeria, el 158; Mauritania, el 152; Ghana, el 138, y Cabo Verde, el 105. Son los 10 países más implicados en la inmigración ilegal hacia España y a ellos se dirige la atención del Gobierno.
En la historia de todos estos países hay una sucesión de dictaduras, luchas internas y golpes de estado que conducen desde los padres libertadores -Sekú Turé o Leopoldo Senghor- hasta los desastres actuales.
Las mismas imágenes del éxodo sin fin de Conakry se repiten en Dakar, la capital de Senegal, también ex colonia francesa. Sólo la pequeña Gambia -poco más de un millón de habitantes- ofrece algo de temple británico en medio de tanto exceso.
Basta este panorama global para echar por tierra cualquier elucubración sobre el efecto llamada, porque resulta absurdo pretender que muchos condenados a las condiciones descritas necesiten que algo les llame para salir huyendo. Incluso con riesgo de dejar la vida en el intento. Y España es, por razones geográficas, su puerto más asequible. España, en estos países, es Canarias. "¿De dónde eres, de Tenerife, de Fuerteventura, de Lanzarote?", le preguntó un funcionario guineano a otro español, que acompañaba a Moratinos. Cuando el español respondió que de Madrid, al africano le sonó tan extraño que no pudo proseguir el diálogo.
El caos guineano o senegalés convierte al mismo tiempo en ilusorios los llamamientos del tipo "no vengáis que es peor", o "todo ser humano quiere vivir en su tierra y vosotros debéis trabajar para desarrollarla", que Moratinos viene prodigando en estas giras africanas, de las que ya ha hecho cinco.
El pasado martes, se entrevistó en Dakar con los directores de los periódicos locales, que han cobrado fuerza y están poniendo en jaque al Gobierno porque acepta que España le devuelva a los senegaleses sin papeles. La opinión sobre este tema es muy crítica en toda la región. Un funcionario de otro país visitado en otra gira razonaba así ante un periodista: "Los europeos nos habéis saqueado durante siglos. Y ahora, que por primera vez estamos recibiendo remesas de nuestros inmigrantes, pretendéis que les repatriemos. Tendréis que pagar por ello". El funcionario era el asesor jurídico de Exteriores, y, por tanto, el responsable de la redacción de los acuerdos.
La política española sobre inmigración está costando, desde luego, dinero. La ayuda oficial al desarrollo de los países indicados va a pasar en esta legislatura de prácticamente cero a unos 100 millones de euros anuales -sólo Senegal tiene ya comprometidos 35, si se incluyen los créditos FAD- y los nuevos acuerdos de enfoque global, elaborados por Exteriores, Interior y Trabajo, vinculan, de hecho, la cooperación al cumplimiento de obligaciones en materia de inmigración ilegal, incluida la de aceptar repatriaciones. Este planteamiento ha generado polémicas internas, porque en la Secretaría de Estado de Cooperación, que dirige Leire Pajín, predomina la idea de que la ayuda al desarrollo hay que darla en cualquier caso.
Pero es muy poco probable que el Gobierno llegue a cortar la ayuda para presionar sobre la inmigración. También el artículo 13 del Acuerdo de Cotonnou vincula los dos temas a nivel europeo, y la UE nunca lo ha aplicado. Moratinos tampoco puede pretender, ni pretende, que las cifras de ayuda que maneja España vayan a ser decisivas para el desarrollo de la región. En Conakry, un periodista le preguntó si los problemas del país se resolverán con los cinco millones de euros ofrecidos por España en este viaje, y respondió que eran sólo para "emergencias" y para empezar a hablar del futuro.
El control de fronteras, segundo pilar de la política que lleva a África Moratinos, tiene también límites claros, cuando se trata del tráfico marítimo. El secretario de Estado de Interior, Antonio Camacho, constataba recientemente que no caben soluciones radicales, como el minado de los 1.000 kilómetros de tierra que les separan de Rusia decidido por los finlandeses. El Gobierno está preparando ya anuncios de televisión para disuadir a los subsaharianos de montarse en un cayuco, con imágenes y argumentos tan truculentos como los de las campañas de tráfico. Pero, incluso previendo que la cooperación europea aumente, parece muy improbable que la suma de estos recursos haga desaparecer el tráfico de seres humanos.
Queda el recurso a posteriori, la repatriación, pero ni siquiera el ministro francés del Interior, Nicolas Sarkozy, considera posible que se puedan realizar las necesarias para sacar a los 12 millones de sin papeles que hay en Europa. A partir de ahí, el único debate es qué hacer con los muchos que se queden. Sarkozy y el PP quieren prohibir su regularización. El presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, se ha mostrado dispuesto a negociar la solución a nivel europeo, pero siempre sobre la base de que en España no habrá residentes invisibles para el Estado, o sin derechos.
Moratinos regresó el martes de su gira con la sensación de que el problema de los subsaharianos, el más escandaloso, pero no el más importante de la inmigración, va a ser más difícil de lidiar incluso de lo que había pensado. En pocas horas, había oído de todo. El ministro de Asuntos Exteriores de Senegal, Tidiane Gadio, le aseguró que su país no necesita "políticas de zanahoria" y que, aunque no hubiera ayuda económica, aceptaría "por convicción" las mismas repatriaciones. El de Guinea Conakry, Mamady Condé, aprovechó uno de los frecuentes cortes de luz, que se produjo durante la firma del acuerdo, para dejarle caer: "Si además de inmigración, tienen tiempo para alguna cooperación en materia energética, serán bienvenidos".
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