Tiempos difíciles
A principios de 1971, cuando Jorge Edwards llegó a La Habana para reabrir la Embajada chilena, en Cuba corrían tiempos difíciles. La férula impuesta por Fidel Castro a la creación cultural, 10 años antes, con su fórmula censoria "Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada" -contenida en sus Palabras a los intelectuales- se había hecho más onerosa y ominosa a partir de 1968. Ese año, un jurado del que formé parte le concedió el Premio de Poesía de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) al libro de Heberto Padilla Fuera del juego, que el Gobierno consideraba contrarrevolucionario y cuya premiación intentó impedir.
Votar por Fuera del juego fue un desacato al dirigismo oficial, un acto de rebeldía que los mandos políticos, preocupados por los brotes de disidencia que en aquella época proliferaban en la intelectualidad de los países del Este, y temerosos de que en Cuba cundiera el ejemplo, reprimieron con saña.
La tensa calma estalló en 1971 con dos incidentes en los cuales se vio involucrado Padilla por su estrecha relación con los protagonistas
La autocrítica se efectuó en la noche del 17 de abril de 1971. Nicolás Guillén se puso oportunamente enfermo y no asistió
En noviembre de 1968 comenzaron a aparecer en Verde Olivo, la revista de las Fuerzas Armadas, unos artículos firmados por Leopoldo Ávila, a quien nadie conocía. Se sospechaba que era un teniente del Ejército, un hombre de Raúl Castro, que dirigía esa revista.
El tal Ávila dedicó artículos rabiosos a Padilla, Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Cabrera Infante... En algunos no falta el término homosexual blandido como anatema. Su artículo Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba es la sinopsis del dogma gubernamental sobre la literatura y el arte, o sea, la horma para los creadores cubanos. En él se hacía la exégesis del apotegma de Castro antes citado, que es eco de la consigna de Mussolini "Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado". Pese al carácter programático del texto, en él hay espacio para capirotazos nominales: "Cabrera es un tallador de la CIA. Con Severo Sarduy y Adrián García trazan desde el extranjero el camino de la traición...".
La tensa calma que siguió a aquellos premios de la UNEAC estalló en 1971 con dos incidentes ocurridos a comienzos de ese año y en los cuales se vio involucrado Heberto Padilla por su estrecha relación con los protagonistas. Uno fue la desavenencia entre las autoridades cubanas y Jorge Edwards, a quien esas autoridades acusaron de conspirar con Padilla contra la revolución. En marzo de aquel año, Edwards fue expulsado de Cuba. El otro incidente fue el arresto en La Habana, bajo la imputación de trabajar para la CIA, del periodista francés Pierre Golendorf.
A Padilla y a su mujer, la poetisa Belkis Cuza Malé, los detuvieron aquel mes. Los policías les abrieron la puerta del apartamento a empellones y los llevaron a un cuartel de la Seguridad, donde los incomunicaron. El revuelo internacional que el arresto del poeta provocó fue mayúsculo. Julio Cortázar fue uno de los que más defendieron a Padilla. Luego se echó atrás y culpó absurdamente a Padilla y a sus amigos del libro de Jorge Edwards Persona non grata. En la revista española Índice, Julio sugirió que Edwards hizo ese libro porque nosotros lo instigamos.
En abril, la Seguridad divulgó una "carta de Heberto Padilla al Gobierno Revolucionario". La deprimente redacción y el grotesco contenido de esa carta inducen a suponer que nuestro poeta es tan autor de ella como de La Divina Comedia.
Tras la aparición de la carta, Padilla fue liberado y me llamó para decirme que iba a celebrarse un acto en la UNEAC en el que se autocriticaría y en el que la Seguridad me daría, como a otros escritores que él debía mencionar, la oportunidad de "reafirmarme" como revolucionario reconociendo en público mis "errores". Yo continuaba aferrado a la quimera revolucionaria y acepté la invitación, pero no sabía de qué acusarme.
La autocrítica se efectuó en la noche del 17 de abril de 1971. Cuando entramos al salón, todo estaba a punto, incluyendo las cámaras del Instituto Cubano de Cine que filmarían el espectáculo. Nicolás Guillén, presidente de la UNEAC, se puso oportunamente enfermo y no asistió.
No olvido los gestos de estupor -mientras Padilla hablaba- de quienes estaban sentados cerca de mí, ni la sombra de terror que apareció en los rostros de aquellos intelectuales cubanos, jóvenes y viejos, cuando Padilla empezó a citar nombres de amigos suyos que él presentaba como virtuales enemigos de la revolución.
Los presentes que fuimos nombrados por Padilla hablamos inmediatamente después de él. Ya ante el micrófono, yo seguía sin saber qué decir. Pero hablé. En medio de mi difícil improvisación, me vi culpando de todo aquello a la dirigencia política por no haber mantenido un diálogo con los intelectuales, diálogo en el que, según pensaba yo, se hubieran resuelto sin traumas todos los conflictos. ¿Ingenuidad? Mucha. La experiencia suele llegar tarde, y la mía aún estaba en camino. Lo que importa es vivir para darle tiempo a llegar.
Manuel Díaz Martínez es escritor cubano residente en Gran Canaria.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.