Pecados y delitos
Los socialistas de Huelva acusan al alcalde y dos concejales de la ciudad, del PP, de llamar a prostíbulos más de cien veces desde los teléfonos móviles del Ayuntamiento, uso del móvil que, evidentemente, constituiría un delito de malversación de fondos públicos. Siendo desagradables estas cosas, yo encuentro en el caso de Huelva un aspecto positivo: parece extraordinario destinar "a usos ajenos a la función pública caudales o efectos" de los que la autoridad dispone "por razón de sus funciones", como dice el Código Penal que tengo a mano. La malversación parece un hecho rarísimo, excepcional, o así se deduce de lo escandalizados que están los socialistas de Huelva, y de la vehemencia con que denuncian el uso indebido de los teléfonos municipales.
El asombro socialista-onubense desmiente la sensación bastante generalizada, e incluso avalada por experiencias vividas de cerca por muchos, de que las autoridades y sus séquitos llaman con el teléfono "puesto a su cargo por razón de sus funciones" a sus madres, padres, parejas legales o puramente sentimentales, niños, maestros y dentistas de los niños, cuidadores de perros (hay quien pide saludar un momento al perro), amigos de toda la vida o de última hora, mecánicos, líneas aéreas, hoteles y restaurantes, supermercados y dietistas. Ya sé que llamar a una madre no es lo mismo que llamar a un prostíbulo, pero consiste básicamente en darle al móvil un uso ajeno al trabajo institucional, por decirlo así. Coger el coche o el teléfono oficial para ir de compras familiares o llamar al niño en día de cumpleaños es, objetivamente, usar bienes públicos para asuntos privados.
Una llamada a la madre o al pedicuro tiene poca emoción: más que a delito, suena a debilidad necesaria. Quien denunciara una cosa así probablemente perdería votos. Prostíbulo, sin embargo, suena a pecado, lacra quizá menos objetiva que el delito, pero más emocionante. Se trata de un negocio sexual, caliente, bajo, y la abyección de los pecados denunciados hace más respetables a los denunciantes. Decir que un alcalde gastó más de mil euros en tres meses hablando por teléfono con sus seres queridos es casi entrañable: hasta podría favorecerlo electoralmente. La misma cantidad, empleada en conversaciones prostibularias, supone un atentado contra los valores familiares, y la moralidad sexual es la más moral de las moralidades para cierto tipo de mentalidad. La moral pública, que exige respetar el patrimonio del Estado, pesa menos que los códigos ancestrales, íntimos, sobre la familia y el sexo.
Y existe ahora mismo una convergencia entre las derechas y las izquierdas. Las diferencias políticas ya no son políticas, basadas en distintas propuestas sobre la sociedad y la ciudad: son más esquemáticas, básicas, populacheras, aplastantes. El panorama que se divisa desde los partidos divide el mundo entre honrados y delincuentes, pervertidos e inocentes, buenos y malos, los míos y los otros, los que merecen mandar y los que deberían estar en la cárcel. Los socialistas de Huelva proponen un corte más: entre los puros y los pecadores. Al delito se suma el pecado, que en una sociedad tradicionalmente católica tiene su importancia, sobre todo si afecta al sexto mandamiento, la prohibición de cometer actos impuros. Aunque ni siquiera sepamos si seguimos siendo tradicionalmente católicos, entre nosotros lo menos importante es la malversación de dinero público: lo fundamental es el prostíbulo.
El adversario político no sólo es un delincuente, sobornable, traficante de influencias, incluso cómplice de asesinatos masivos. Es también pecaminoso, pornógrafo, pervertido, pícaro, disoluto, insensato, gente vergonzosa que merece ser avergonzada y apartada. En vez de gobernar, o de hablar con sus padres y sus hijos y su supermercado, se entretiene llamando con el móvil al prostíbulo y las locutoras eróticas. Toda la gente que no es de nuestro partido tendría que ser reducida a la nada política, el penal o el infierno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.