Trampas de la memoria
Memory [...] is a poor guide to the past (la memoria es una guía pobre para conocer el pasado)", escribe Tony Judt en el espléndido epílogo de Postwar. A history of Europe since 1945, un libro por muchos conceptos extraordinario. Guía pobre porque es siempre selectiva, contenciosa y partidista, porque el reconocimiento de un hombre es la omisión de otro. Cierta dosis de pasar por alto y de olvido (neglect and forgetting), sostiene Judt, es la necesaria condición para la salud cívica, una reflexión que recuerda la lúcida observación de Renan en el sentido de que la existencia de una nación requiere que todos sus individuos tengan muchas cosas en común y hayan olvidado mucho.
Lo que Judt explica en su epílogo fue lo que entendió un sector de la oposición antifranquista, no muy numeroso pero decisivo para extender por la España de la posguerra una cultura política destinada a erosionar la muralla que los vencedores habían levantado contra los vencidos y que mantenían en pie por medio de una política de saturación de la memoria. Si Prieto y Gil Robles no hubieran olvidado, jamás habrían podido elaborar el primer plan de transición a la democracia, que data de 1948; si los jóvenes escritores y estudiantes de la generación siguiente no hubieran olvidado, jamás habrían firmado manifiestos presentándose en 1956 como "nosotros, los hijos de los vencedores y vencidos"; si dirigentes de partidos políticos e intelectuales del exilio y del interior no hubieran olvidado, nunca se habría producido el encuentro de Múnich en 1962; si católicos y comunistas no hubieran olvidado, nunca habrían proliferado los encuentros, mesas, manifiestos, que llenaron la vida política de la oposición al régimen durante los años sesenta y setenta.
Es una pobre guía para conocer el pasado, acercarse a sus biografías con categorías morales
Ese echar al olvido no era amne-
sia ni ignorancia, sino resultado de la decisión política de que el pasado no interfiriera en la voluntad de abrir un futuro que librara a España de la dictadura por medio de la clausura de la Guerra Civil, por su conversión en historia, como escribían Enrique Tierno y Dionisio Ridruejo. En esa decisión participaron gentes que venían del fascismo y del comunismo, del republicanismo y del monarquismo, de los vencedores y de los vencidos. Veinte años, no más, habían transcurrido desde las grandes matanzas en las que habían sucumbido padres, familiares, amigos de quienes ahora decidían liquidar aquella nefasta herencia poniendo a buen recaudo su memoria. A nadie se le pidió cuentas por su pasado; nadie alzó la voz del moralista, tan habitual en nuestros días, exigiendo el reconocimiento de la culpa antes de concederle el derecho a hablar. Una dosis de pasar por alto, de olvidar, fue necesaria para reconstruir puentes, para escribir en las mismas revistas, firmar los mismos manifiestos, participar en los mismos combates por la democracia.
El pasado de cada cual allá quedaba, en los artículos que escribieron, en los uniformes que vistieron en los años de guerra y posguerra. Algún día habría que ocuparse de él y no es casualidad que fuera el Ministerio de Información, gobernado a la sazón por Manuel Fraga, el primero en encargarse de arrojar a la cara de los "nuevos liberales" -Ridruejo, Laín, Aranguren, Montero Díaz, Maravall, Tovar-, un "florilegio" de sus escritos fascistas o nacional-sindicalistas de los años cuarenta. Algo de esta mentalidad vengativa resurge ahora bajo el imperio de esa mala guía para el pasado que es la memoria: si, por un imposible, se hubieran publicado en la prensa en 1956 o en 1962 esquelas de ejecutados y asesinados concebidas con el mismo léxico que muchas de las aparecidas durante estas últimas semanas en la prensa, nunca habría sido posible que los disidentes del régimen se hubieran podido sentar a la misma mesa con los militantes de la oposición en su común proyecto de instaurar una democracia en España.
Y, sin embargo, el pasado está ahí, a nuestras espaldas, y es necesario conocerlo en lo que fue y tal como fue. Para eso es preciso, ante todo, no fiarse de las memorias de los interesados, válidas para saber lo que son sus autores en el momento en que recuerdan, jamás lo que fueron en el momento recordado. Quizá el ejemplo más notorio es el de Pedro Laín y su Descargo de conciencia, libro fundamental para conocer quién era su autor cuando lo publicó en 1976 pero engañoso para tener una idea aproximada de lo que había sido treinta años antes. Tampoco son suficientes las Memorias y esperanzas españolas, de José Luis Aranguren, que nada aclaran de su pensamiento político de los años de guerra y de primera posguerra. Ni siquiera las Casi unas memorias, libro póstumo de Dionisio Ridruejo, que reproduce sustancialmente mutilados algunos de sus artículos de Arriba, piezas claves para conocer su evolución política en los años cincuenta.
Estas trampas de las memorias de los protagonistas se multiplican todavía más en el caso español porque sus biografías políticas e intelectuales fueron largas y sus desplazamientos dramáticos. No pocos de ellos, como muchos falangistas de la generación del medio siglo, adoctrinados en el Frente de Juventudes, fueron fascistas convencidos, reconfirmados además en la nobleza y altura de su compromiso cuando su ideario fascista se anegó de sustancia católica, sobre todo después de la derrota nazi. Pero es precisamente esa doble condición de falangistas y de católicos, la que, cuando hicieron examen de conciencia, les incitó a no ver en su pasado más que el impulso moral que les llevó a abrazar aquella causa; el mismo impulso que luego les llevaría a apartarse de ella a la vez que extendían sobre su juventud militante el manto suave de las buenas intenciones. La intención, la entrega, la generosidad, el riesgo corrido, era el mismo, la persona era la misma: ¿cómo no leer en clave moral la diferente opción política, cómo no aceptar complacidos el oxímoron de "falangistas liberales", inventado al parecer por Aranguren, para dar cuenta de su juventud?
Paradójicamente, ese empacho
de moralismo, esa proclividad a juzgar conductas políticas por intenciones morales, es la misma nube que nubla la vista a tanto aficionado a lanzarse sobre el pasado de nuestros fascistas, nacional-sindicalistas o católicos de camisa azul para exigirles que confiesen su culpa, como ha ocurrido ahora, a propósito de Günter Grass, conciencia moral edificada sobre la represión de un recuerdo. Buscan culpables en lugar de intentar conocer y explicar biografías en las que hubo de todo: desde el que reconoció con toda claridad su pasado fascista hasta el que limpió cuidadosamente frases de escritos anteriores; desde el que guardó para siempre un silencio sepulcral hasta el que reprodujo textos convenientemente edulcorados o mutilados. Sin discriminar tiempos y personas, renunciando a hacer historia y encargando sólo a la memoria la tarea de desbrozar el pasado, lanzar sobre todos ellos una condena general constituye el expediente más fácil, pero también el más tramposo.
Fiarse de ellos o, por el contrario, meter a todos en el mismo saco. Tales son las peores maneras posibles de definir lo que realmente fueron, tomarlos por lo que dicen de sí mismos o por lo que sus celosos discípulos recuerdan que les contaron. Pero, por idéntica razón, es también una pobre guía para el conocimiento del pasado acercarse a sus biografías pertrechados de categorías morales, como militantes de batallas para la recuperación de la memoria, para exigirles cuentas, juzgarlos y condenarlos. A estas alturas, no es la memoria lo que hay que recuperar; es la verdad lo que hay que conocer. Y para eso, vale lo mismo -o sea, nada- el látigo del juez inquisidor que el recuerdo reprimido del presunto culpable.
Santos Juliá es autor de Historias de las dos Españas (Taurus).
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