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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Una noche en el Club Silencio

Marcos Ordóñez

Opus Nigrum. Quartett (Müller + Wilson) es la prueba alquímica de que ciertos espectáculos pueden combinar plomo y oro para ligar una tercera materia, obligadamente extraterrestre. El "estreno de la temporada" en el Odéon parisiense te sumerge en un tedio ardiente y al mismo tiempo te instala, sin escapatoria, en la butaca más líquida del Club Silencio, en la Avenida Lynch esquina Mulholland Drive, y ya sabemos que hace falta ser muy artista, muy loco y muy visionario para estrenar allí. Bob Wilson sirve un Dry Vitriolo muy seco, agitado pero no removido, con una guinda envenenada de humor y delirio. Analicemos composición y retrogusto.

Jeu de massacre. Texto: Las amistades peligrosas, Choderlos de Laclos, 1782, biblia de la seducción perversa. En manos de Herr Müller, una reconcentración de 22 páginas: Quartett. El vizconde de Valmont y la marquesa de Merteuil en el infierno, condenados a repetir sus ceremonias. Dos viejos amantes caníbales, dos juguetes rotos, intercambian a ratos sus personajes para lanzarse todos los horrores a la cara. Merteuil hace de Valmont y Valmont de Merteuil. Y de la señorita de Volanges. Y de la señorita de Tourvel. O sea que son dos que son cuatro que son seis.

A propósito de Quartett, de Müller, dirigida por Robert Wilson, con la actuación de Isabel Huppert en el Odéon de París

Repóquer. Bob Wilson los deja en cinco porque es así de raro. Tres actores y dos bailarines. Los dos nobles, más dos jovencitos mudos y, a modo de joker, un viejo (Philippe Lehembre, muy Piccoli). El fantasma de Müller, posiblemente. Ríe con toda la calavera (como los viejos satánicos de Mulholland Drive, justo). Se pasea en camisón de manicomio. Baila, llora. Y nada más empezar le pega un tiro al jovencito. Qué asco ser tan joven. Pero no lo mata, porque tiro de viejo no mata joven, ya lo dice el refrán.

Música. La firma Michael Galazo, el autor de la banda sonora de (ironía) In the Mood for Love. El jorobado del castillo pulsando un theremin o acariciando con sus uñitas los círculos de veinte copas de absenta. Pero la verdadera música es el texto, aullado, susurrado, regurgitado, convertido en textura sonora. Voces distorsionadas, karaoke espectral. Muy Club Silencio, no lo olvidemos. Con incrustaciones de truenos, ecos de latigazos antiguos, risas enloquecidas, pasos perdiéndose en un salón rococó.

Pastel de sangre. La especialidad de Wilson: Chic glacé. Abre con un fondo dieciochesco, un bucólico dejeuner sur l'herbe. Poco dura tanta finura. De catapún estamos en una caja negra atravesada en diagonal por un telón diáfano en el que se recorta y agiganta la sombra chinesca del sulfuroso Valmont. Una línea afilada como un cuchillo curvo se convierte en un canapé móvil, carroza de la Reina de Corazones. Colores inflamados, como pastelazos de sangre en la cara. Las caras se pintan de rojo, de verde rana, de azul Pierrot Le Fou. Wilson, sí, y los palazzos mentales del primer Lavaudant (La rose et le hache, también con García Valdés como Supermarioneta), y las paellas con anís lisérgico de nuestro Carles Santos.

Las jotas del ful. Jotas por cuerpo jota. Un bailarín (Benôit Maréchal) y una bailarina (Rachel Eberhart). Dos cuerpazos suntuosos, incorruptos, devorables. Se ríen de Valmont, de Merteuil, del viejo, ya se ha dicho, y de la luna, porque son jóvenes. Y no les hace falta decir ni mu.

Ariel. García Valdés, inolvidable Hamlet a las órdenes de Lavaudant en el mismo Odéon, la temporada pasada, ya había dirigido Quartett en el Lliure con Homar y la Lizarán, hará trece años. Allí eran dos títeres de cachiporra enterrados en la arena, danzando hasta escupir todo el serrín y toda la sangre, acunados por Celentano. Aquí Ariel es un Satanás de cine mudo, un Drácula mexicano de pelo planchado y muecas de kabuki, que ruge como un tigre eternamente en celo. O sea, la bestia ultrapriápica imaginada por Bioy en El héroe de las mujeres. Da mucha risa y mucho miedo. Este hombre es capaz de bailar El Lago de los Cisnes al borde de un acantilado.

La reina Isabel. Reina por derecho, por sublime, y porque se diría que todo el espectáculo está concebido para ella: Wilson como Von Sternberg iluminando a Marlene. La Huppert ya fue Orlando en sus manos: la salamandra que atraviesa todos los fuegos, todas las épocas, todas las reencarnaciones posibles. En 4.48 Psicosis, de Sarah Kane, dirigida por Claude Régy, fue un escorpión rodeado por un círculo de fuego, una adolescente que parecía haber vivido diez vidas y diez muertes.

Quartett es la definitiva confirmación de que estamos ante una médium de muchísimo cuidado, porque sin dejar de ser ella es otra a cada giro: Jeanne Moreau en Los amantes, la Deneuve en Belle de jour, Delphine Seyrig en Labios rojos, Micheline Presle en Falbalas, y paro la lista porque me da vértigo. Aparece (o "se aparece") con una robe mauve cosida por el fantasma de Balenciaga. Un rayo ha petrificado su melena rubia en un zigzag lateral. Un rayo o, ya puestos, la misma sustancia que fijó el pelo de Cameron Díaz. Abre la boca ("Valmont, je la croyais éteinte votre passion pour moi...") y el texto gira como una rata en una rueda, como Brel cantando la Valse a mille temps. Luego la palabra se hiela y ella la escupe y el salivazo ninja se estalactiza: ni te das cuenta y ya te ha perforado un ojo. Esta pájara pinta quema lo que toca y en su paleta están, dispuestos al ataque, todos los tonos de la pasión: gatita falsamente mimosa, tigresa desesperada, loca de amor, muerta a la que no hay quien entierre ni cristiano capaz de dejar de mirarla. En el trecho final ya nos duele el culo, deseamos huir del Club Silencio para ir a cenar como dios a Les Editeurs, pero la condenada no nos deja, no acaba de irse, repite una y otra vez la letanía final, mort d'une putain, mort d'une putain, a présent nous sommes seuls cancer mon amour mientras una pecera nocturna y lapidaria cruza lentísimamente el escenario y ella es una silueta negra alejándose, con el zapato de tacón colgando de los dedos, ese zapato de tacón que desearías que no cayera jamás. Ése es el exacto retrogusto del Vitriolo Dry. En el Odéon, hasta el 2 de diciembre. Luego no digan que no tuvieron tiempo.

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