La causa del hombre
"Quería demostrar que una máquina con los órganos y la figura de un ser humano y que imitase nuestras acciones en lo que moralmente fuera posible, no podía ser considerada como un hombre... nunca una máquina podrá usar palabras ni signos equivalentes a ellas, como hacemos nosotros para declarar a otros nuestros pensamientos... Por otro lado, no hay hombre, por torpe que sea, que no coordine varios vocablos formando partes para expresar sus pensamientos; y ningún animal, por bien organizado que esté, por perfecto que sea, puede hacer lo mismo... No es creíble que un mono iguale a un niño de los menos hábiles o que esté perturbado, a no ser que por ello se atribuya a este niño una naturaleza distinta de la nuestra, cosa inadmisible". Hace ya cuatro siglos que René Descartes escribía estas líneas, premonitorias respecto a un doble fantasma que marca nuestra civilización y que es síntoma del triunfo de una ideología con ribetes de antihumanismo.
Por un lado se trata, en última instancia, del mito de la llamada inteligencia artificial. En sus versiones más radicales, ésta no sólo apuesta por la viabilidad de seres inteligentes sin soporte biológico, sino que hace de ellos un modelo explicativo de la inteligencia humana; complementariamente se abre camino la idea de que la percepción de un ser artificial, dotado de sofisticados sensores, podría llegar a ser equiparable a la percepción humana. Y respecto a esta última, se considera que la extensión de la sensibilidad digital (hasta ahora limitada a visión y audición) al tacto, al olfato e incluso al gusto, harían de la presencia en Internet de un vino o un cuerpo algo más que mero simulacro. En suma: abusiva humanización de entidades maquinales, correlativa de una desnaturalización del ser humano (puesto que su ser sapiens tendría explicación en el orden no biológico).
Por otro lado, lo que subyace es una posición ideológica con soporte en la genética contemporánea, pero que es extrínseca a la misma, precisamente por tratarse de una ideología. Se parte de algo por todos compartido, a saber, la necesidad de asumir las consecuencias del alto grado de coincidencia genética entre humanos y primates, asunción que un antropocentrismo duro habría durante demasiado tiempo impedido. Pero se acaba negando abusivamente la singularidad de la condición humana en el seno de la animalidad. Consecuencia inevitable de esta negación es que se diluyen las razones que hacían de la no instrumentalización del ser humano el imperativo central de toda ética. En efecto, tal deber de no instrumentalización debería extenderse también a los animales, o al menos a algunos de ellos (concesión inevitable, simplemente por imposibilidad de ser auténticamente consecuente con la tesis). Paradoja, no menor, en todo ello es que muchos de esos animales a los que se extiende la afectividad que reservábamos para nuestros congéneres, han sido previamente desnaturalizados, por inserción en un medio urbano en el que carecen de toda función connatural. Así, en abril de 2006, se desplegaban por toda Barcelona carteles con el anuncio siguiente: "Salvemos el rinoceronte, ven al zoo..."
En lo que a la primera vertiente se refiere, en absoluto estoy negando esta obviedad de que la técnica es expresión cabal de la esencia misma del ser humano y contribuye a su realización. Todo depende del uso que se hace de la técnica y de la función que se le atribuye. Mas nuestra relación con la técnica, su valoración, la función que los ciudadanos le asignan, han sido profundamente perturbadas por la idea misma de que cabe esperar de ella la construcción de entidades inteligentes. El pensador americano John Searle denunciaba, hace ya un cuarto de siglo, el carácter abusivo de la expresión misma inteligencia artificial y sobre todo de la concepción de ésta como un modelo explicativo del comportamiento humano. ¿Que desde entonces ha llovido mucho? Obviamente, pero a mi juicio nada ha cambiado en lo esencial. Como máximo las espadas siguen en alto. Y si de discusión teorética se tratara, obviamente se ha de estar dispuesto, en todo momento, a modificar una posición como la mía actual (favorable a la tesis de que sólo cabe hablar de inteligencia artificial, al precio de degradar hasta la caricatura el término mismo de inteligencia). Mas ocurre que muchos parecen dar por supuesto que el asunto está ya zanjado en el sentido que conviene a los artificialistas, émulos de A. M. Turing: erigen una mera hipótesis en premisa con peso ontológico, y de la misma extraen corolarios que determinan la imagen que nos hacemos de nosotros mismos, que forjan una nueva antropología filosófica y dificultan un claro discernimiento sobre lo que cabe y lo que no cabe esperar de la técnica.
En lo que a la segunda vertiente se refiere, se nos viene encima el reproche de que, al resistirnos a la vulgata ideológica que predica la homologación entre humanos y otros animales, hacemos abstracción de lo que la biología (concretamente la genética) contemporánea y la etnología nos dicen. Pues nada de ello. Por el contrario, precisamente porque tomamos estricta nota de lo que la ciencia indica (sin atribuirle lo que no dice) cabe oponerse a una actitud que encuentra en ella una suerte de coartada. Coartada de una idea apriorística, para sustentar la cual se hace abstracción de todo aquello que no viene bien a la causa. Para decirlo muy claramente: cuando a toda costa se quiere legitimar la tesis de la homologación entre humanos y otros animales, se está obligado a dejar de lado el hecho indiscutible de que "pequeñas" diferencias en la parte del genoma no codificadora de proteínas, y en la estructura y función del cerebro, pueden tener enormes consecuencias; consecuencias concretamente por lo que concierne a lo que ciertos neurofisiólogos denominan "conciencia secundaria", de la cual son constitutivos aspectos tan irreductiblemente humanos como el pensamiento abstracto y el lenguaje. Sencillamente: en el registro científico, la discusión está abierta y hay que palparse la ropa un par de veces antes de abrazar las enormes implicaciones jurídicas y éticas que se derivan de afirmar que los grandes simios, esos vecinos en el registro filogenético, en lo esencial no difieren de nosotros.
El problema del humanismo contemporáneo es la carencia de aliados. La escolástica ideológica imperante vehicula, con dogmática ferocidad, máximas de comportamiento que parecen tener más en cuenta la causa de otras especies, e incluso -en un futuro- la causa de una inteligencia no biológica, que la causa del hombre. Si tal ética se generalizara, cabría decir que nuestros contemporáneos están perdiendo el instinto propio de la especie, al menos si por especie humana se entiende ese ser indisociablemente loquens y sapiens que, entre otras cosas, tiene la exclusiva de la preocupación general por la naturaleza (especies animales comprendidas).
Víctor Gómez Pin es catedrático de la UAB.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.