México, una situación prerrevolucionaria
El 1 de septiembre diputados y senadores de la oposición impidieron que el presidente Vicente Fox leyese en el Parlamento su sexto y último informe preceptivo. El 15, ocupado el Zócalo por los seguidores del candidato perdedor, el presidente no pudo dar el tradicional "grito" desde el palacio nacional, desplazándose para la ceremonia a Dolores Hidalgo. El candidato de la coalición electoral de izquierda que encabeza el PRD, Andrés Manuel López Obrador, ha rechazado por fraudulento el resultado de las elecciones, una sospecha que en México con sus antecedentes encuentra amplia credibilidad, máxime cuando en 1988 Salinas arrebató de manera espuria la presidencia al ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas.
En el momento en que el tribunal electoral sentenció de manera irrevocable el triunfo de Felipe Calderón, el candidato perdedor se designó "presidente legítimo", de modo que hoy México tiene un "presidente electo" que tomará posesión el 1 de diciembre, y un autoproclamado "presidente legítimo", del que nadie sabe qué papel jugará en el futuro. En un sistema presidencialista, el candidato perdedor, al no ser miembro del Parlamento ni ocupar ninguna otra posición institucional, desaparece de la vida política. Ello explicaría en buena parte la tozudez del candidato perdedor, pero no que haya llegado a romper con el principio de legalidad, cuestionando las instituciones establecidas que, justamente, es lo que caracteriza a la incubación de un proceso revolucionario. El enfrentamiento de "dos poderes", uno institucional y otro en la calle, describiría, al menos formalmente, una situación revolucionaria.
En los casi dos siglos de independencia, escasísimos han sido los periodos de democracia -los años de la presidencia de Benito Juárez, los meses de la de Francisco I. Madero- hasta las elecciones de 2000, que permitió acabar con 70 años de poder exclusivo de un partido que, apoyándose en la legitimidad revolucionaria y cumpliendo estrictamente con el principio de no reelección, mantuvo una llamativa estabilidad institucional. Férreo control político, pero manteniendo la ficción democrática con elecciones truncadas y partidos de oposición integrados en el sistema, que sin duda ha facilitado la actual transición, unido a un crecimiento económico considerable hasta finales de los setenta, en que quiebra el modelo de desarrollo dirigido por el Estado, pero que había permitido una amplia movilidad social que creó las clases medias sobre las que hoy se apoya la naciente democracia.
La revolución de 1910, tras el largo periodo de estabilidad política que proporcionó el porfiriato, con un crecimiento económico importante, que en sus dos últimas décadas se distinguió por una enorme concentración de riqueza y la influencia creciente del capital extranjero, estalla en el momento en que se quiere dar paso a una democracia. Cierto que el México de hoy poco tiene que ver con el de comienzos del siglo pasado: de 15 millones de habitantes se ha pasado a más 100, un dato que no hace la situación más manejable; pero entonces sólo el 28% de la población sabía leer y escribir y hoy es el 24% el número de analfabetos; la población urbana ha pasado del 29% al 75%; y si en 1910, el 67% trabajaba en la agricultura, hoy lo hacen menos del 20%, ocupada la mayor parte, el 55%, en servicios. Pero desde que México se abrió a la economía mundial al integrarse en el GATT en 1986 y a Estados Unidos con el Tratado de Libre Comercio en 1995, ha aumentado la concentración de la riqueza, la movilidad social se ha estancado y las clases medias han ido perdiendo posiciones.
Con todo, dos son las diferencias fundamentales que no hacen creíble que se repitan los acontecimientos. Además de contar hoy con una numerosa clase media que desempeña un papel estabilizador, el Ejército está en condiciones de reprimir cualquier insurrección, a diferencia del de don Porfirio, que lo había mantenido en sus mínimos para evitar que se le sublevase; la segunda, que Estados Unidos, si fuese necesario, intervendría a favor del orden constituido, y no como en 1910 apoyando a determinadas familias revolucionarias. Lo que más impresiona al que recorra el país en este mes de septiembre es la tranquilidad distante con la que la población observa hechos tan graves, pese a que, como es natural, llenen los periódicos y los programas televisivos. Algo que permite muy diversas interpretaciones.
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