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Columna
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¿Cómo frenar la inercia del puerto?

Los más añosos del lugar quizá recuerden alguna polémica semejante a la que se viene desarrollando en torno a la proyectada ampliación del puerto de Valencia. Nosotros no tenemos memoria de nada parecido, aunque tampoco es raro, pues nunca la autoridad portuaria se había embarcado en una empresa de tanto calado, por describirlo con imágenes marítimas. Según los datos publicados, sumariamente descritos, las aguas abrigadas aumentarán en 174 hectáreas y otras 153 ampliarán la superficie terrestre operativa. El importe de las obras alcanzará los 530 millones de euros, una cifra que imaginamos meramente indicativa dada la propensión a los sobrecostes que se observa por estos pagos. Estas reformas se han calculado a tenor de los mercados previstos en 2035.

No hay que ser un perito en asuntos portuarios, cual es nuestro caso, para tener como mínimo la percepción de que esa parcela, un tanto críptica y ajena al pulso de la ciudad, no ha dejado de crecer, prolongando sus muelles y colonizando incluso su entorno con pilas de contenedores. Se trata de un tráfico, éste, en el que Valencia se ha convertido en cabeza de serie en el Mediterráneo, lo que al propio tiempo es un signo de prosperidad general y de especialización económica. En este sentido nadie puede responsablemente ponerle trabas a su crecimiento que, de languidecer -lo cual puede perfectamente ocurrir o por falta de eficiencia y competitividad-, sería un alarmante indicio de nuestros sectores productivos.

Y nadie, que nos conste, apuesta por frenar esa ya larga y positiva proyección del puerto, a pesar del pertinaz déficit de infraestructuras que arrostra, como el acceso norte, la comunicación con el centro y el corredor ferroviario mediterráneo. Aún así, el puerto no ha dejado de crecer y consolidarse. En realidad, ha crecido tanto y es tal su expectativa que este fenómeno, en otras circunstancias unánimemente plausible, ha acabado por convertirse en un lastre más que en un crédito. Estos días, y a este respecto, se ha exhumado un llamado Plan de Acción Territorial del Litoral que se pronuncia contra las futuras ampliaciones del puerto. Ignoramos si los redactores estaban al pairo o en Babia acerca de la que se tramita y comentamos.

Sobre ésta, y en línea con el citado Plan, sí han concurrido diversas opiniones a críticas, vecinales, académicas y muy especialmente la del portavoz municipal socialista de Valencia, que no podríamos afirmar que es la oficial del partido. Ninguna de ellas se pronuncia contra la ampliación, si bien unas anotan sus consecuencias negativas, como son sobre todo los efectos devastadores sobre las playas urbanas, el cambio del paisaje, cada vez más erizado de grúas y el horizonte partido por los espigones, así como el riesgo extremo de que la ciudad sea devorada por su puerto. Realmente kafkiano. Quien aduce la contaminación acústica o la polución atmosférica como consecuencia de las obras, que sería algo provisorio, quizá ignore qué acontece y sin indicios de solución en algunas zonas de Ciutat Vella de la misma Valencia.

Las alternativas a estas y otras aflicciones serían dos, que sepamos: una, mejorar extraordinariamente la logística, esto es, obtener e incluso multiplicar el rendimiento del espacio ahora mismo ocupado por el puerto, lo que parece factible a tenor de los ejemplos que han sido aducidos por expertos, y, otra, desviar el tráfico de contenedores -u otros tráficos- a Sagunt, con la previsión de que cuanto allí se construya ha de tener capacidad para absorber en los próximos años el enorme aumento previsto de tonelaje. No se especifica si en esta segunda opción se enmendarían o desaparecerían los efectos perversos que se denuncian en la ampliación que comentamos. De no ser así, nos limitaríamos a trasladar el problema.

Nos gustaría cerrar estas líneas con una proclamación medioambientalista contra una ampliación portuaria que se nos presenta como ineluctable. Pero no se nos ocurre ni una miserable jaculatoria. A la postre, es el sistema, la fatalidad, el precio de la prosperidad que casi siempre acaba pagándolo el territorio -en este caso las playas- y la inmensa mayoría vecinal, que somos sus usuarios. Esperemos que del mal sea el menos.

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