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Columna
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El aliento creativo

Era capaz de hablar torrencialmente. O de callar como si ya no fuera a volver a hablar nunca. Era cascarrabias, con la mala uva de los perfeccionistas cuya paciencia está siendo sometida a prueba.

Tenía la presencia imponente de los hombres grandes de baja estatura. Cuando se acercaba, los corros se abrían y las conversaciones se interrumpían...

Su autoridad, enorme, le condenaba a la soledad constante. Pero algunos tuvimos la suerte de conocer ese otro registro, casi secreto, ese pliegue tierno donde se escondían las vibraciones sentimentales de un hombre con alma de músico. Era un gesto apenas, en el momento más inesperado, o los ojos que se ponían a brillar. Entonces sabíamos cuánto quería lo que quería, cuánto quería a los que quería.

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Nadie más certero para disparar el reproche y acertar donde más dolía. Nadie más dotado para el sarcasmo y todas las variedades de la mala leche. Caballero andante de la amargura, la decepción y el desdén, a las que servía una mueca muy característica, que apenas unos pocos sabíamos era también burladero.

Porque tenía que proteger el aliento creativo que siempre le acompañó y le tenía a la puerta de algo grande. Seguramente le bailaban en el alma una sinfonía que no llegó a componer y una novela que no llegó a escribir. Todo le estalló en la radio. Descubrió una gramática, una sintaxis, una ortografía y una caligrafía. Y nunca perdonó a los mediocres que llenaron de borrones y tachaduras aquel espacio que él percibía mágico.

Independiente de todo y de todos. Recelaban de él sus compañeros directivos porque se casó con Carmen y ya nunca más se casó con nadie. Y, como los animales salvajes detectan los terremotos, intuía como nadie los cambios sociológicos que se avecinaban. Por eso se anticipó siempre y a todos. Seguramente se ha muerto por decisión propia, echándose a dormir en cuanto notó que se moría.

Ya debe estar hablando de radio con Rafael Trabuchelli, Remedios de la Peña y Esteban Cabadas.

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