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Reportaje:

Horror en un remanso de paz

La matanza de cinco niñas en una escuela de Pensilvania lleva la violencia al centro de la comunidad amish de EE UU

Yolanda Monge

Fuera lo que fuese lo que le ocurrió a Charles Carl Roberts hace 20 años, él pensó que merecía la vida de cinco niñas amish. Mejor 11. Porque sobre ese número de pequeñas descargó su ira en forma de balas para después suicidarse de un tiro en la cabeza. Seis niñas siguen graves, una de ellas en estado crítico, por lo que la venganza de Roberts podría ascender en número. Roberts no era amish, pero vivía a muy pocos kilómetros de la comunidad a la que el lunes sumió en el horror de uno de los crímenes más violentos vividos contra un colegio de Estados Unidos que se recuerdan. Y desde luego el más sangriento que nunca ha experimentado este colectivo. "Muero por saber qué tipo de insulto por parte de una niña pudo recibir hace 20 años que le haya llevado a esto", declaraba ayer Mary Miller, vecina del asesino en Bart Township.

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Conduciendo algo menos de tres horas desde Washington capital (despacio, el límite está fijado en poco más de 100 kilómetros hora) hasta el condado de Lancaster (Estado de Pensilvania), a unos 40 kilómetros al norte de la línea Mason-Dixon, no sólo se viaja en el espacio, sino también en el tiempo. A medida que el coche avanza por la carretera a cuyos lados se expanden las granjas amish, se deja de estar en 2006 para experimentar algo parecido a lo que sería la vida en 1906. Se oye el relinchar de los caballos mientras sus dueños los conducen a los campos que van a labrar con aperos de labranza propios del siglo XIX. No se oye ningún sonido que no existiera hace 100 o 200 años.

Hasta ayer, cuando un helicóptero de una cadena de noticias sobrevolaba la zona de la tragedia. Decenas de camionetas con gigantescas antenas de televisión estaban aparcadas a lo largo de la carretera. Micrófonos, cámaras de televisión, máquinas de fotografía... Huele a estiércol de vaca y excrementos de caballos. Las casas no tienen luz, no existen los coches y la ropa se lava a mano. Indumentarias ancestrales colgaban tendidas al sol para secarse. Unos niños descalzos señalan fascinados con el dedo en alto el helicóptero. Sus padres, de largas barbas -que sólo se pueden dejar crecer cuando abandonan la soltería-, pantalones negros y camisas blancas les alejaban de los "ingleses", término con el que denominan los amish a aquellos "que viven vidas modernas". Los amish huyen de las cámaras y no aceptan hablar, temen que la vida exterior les contagie. Con lo que no contaban era con ser el centro de todos los objetivos y con que una violencia que creían ajena les golpease como lo ha hecho.

La tesis era la misma se hablase con quien se hablase: "Algo le sucedió cuando tenía 12 años", decían refiriéndose al pistolero. Lo que le ocurrió sigue siendo un misterio apenas desvelado por la nota de suicidio dejada a su familia. El hombre que el pasado lunes asaltó la escuela de Nickle Mines tenía mujer y tres hijos y había perdido a una hija poco después de nacer. Todas las niñas amish tenían entre seis y 13 años. Quizá en ese dato puedan los agentes del FBI que ayer investigaban la zona encontrar alguna explicación a la barbaridad cometida por Roberts.

"Nunca pensé que algo así pudiera ocurrir aquí", acierta a decir un hombre joven, que más tarde, cuando pierda algo de timidez, admitirá tener 33 años. No da su nombre, no se deja fotografiar, sólo concede que se apellida Kauffman. Un tiroteo en una escuela es por definición algo horrendo. Cuando la tragedia se traslada a Nickel Mines el horror se incrementa en contraste con la paz que se siente en el lugar. La escuela donde Roberts escenificó su enfado -"estaba enfadado con la vida, estaba enfadado con Dios", declaró el jefe de policía de Lancaster, Jeffrey Miller- tenía una sóla estancia. A través de una de sus ventanas, una niña de nueve años logró escaparse cuando Roberts comenzó el asalto.

Antes dejó a sus hijos en el autobús del colegio, se despidió de ellos con un abrazo y les dijo: "Recordad que papá os quiere". Luego, tras una breve parada en casa, se montó en el camión con el que repartía leche y se dirigió a la escuela.

Tenía una misión y para ella se había preparado: Roberts entró pertrechado con un rifle, un revolver, una pistola semiautomática y 600 balas. Todas las armas habían sido compradas legalmente a pocos kilómetros del lugar de la tragedia. Entró en la escuela y segregó a sus víctimas. Echó fuera a los niños y a las mujeres. Atrancó las puertas. Se quedó con 11 niñas, a las que ató los pies con cintas de plástico y puso de cara al encerado. "Ha llegado la policía. No voy a volver a casa esta noche", dijo a su esposa, quien sin tener la menor idea de lo que hacía su marido le llamó al móvil justo en ese momento. A continuación comenzó a descargar la munición. Disparó a las niñas a quemarropa en la nuca, como si se tratase de una ejecución. Otras recibieron impactos en la espalda o el pecho. El último tiro se lo dirigió Roberts a la sien. En Nickel Odeon creen que el relato anterior no les ha sucedido a ellos, que eso es "cosa de los ingleses".

Una pareja amish, cerca de la escuela donde sucedió la matanza.
Una pareja amish, cerca de la escuela donde sucedió la matanza.REUTERS

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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