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Columna
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Escritores

Manuel Rivas

Julio Cortázar era de una raza extraña de escritores. Tan buen tipo como buenos sus libros. Y mira que eran buenos sus libros, haciéndose y deshaciéndose los unos a los otros, con ese espíritu delincuente que quizá había aprendido en Roberto Arlt. Quiso hacer la antinovela, una tentativa de romper moldes con la caligrafía del jazz. El fondo de un hombre, dijo, es el uso que haga de su libertad. Y le salió Rayuela, una libertad redonda. Al escritor, en general, es mejor mantenerlo a raya, alejado de sus libros para que no los maltrate. Existen los derechos de autor, pero también debería haber unos derechos de la obra, una forma de proteger al libro del acoso de quien lo escribe. A Juan Carlos Onetti, que sentía un justificado pavor ante la proximidad de un colega, le producía una inmensa alegría oír el nombre de Julio. Sólo con nombrarle a Cortázar recuperaba una sonrisa antigua, los molares perdidos. ¡Qué error! Estoy hablando de escritores, yo que quería hablar de esa felicidad clandestina que todavía puede mantenerse con un libro. A Cortázar, de adulto, le gustaba jugar y contar y escuchar cuentos. En cambio, el mundo literario de hoy se ha infantilizado. La última vanguardia es el cotilleo. Hace poco, y en una velada que prometía, me presentaron a un estudioso que nos acribilló a preguntas sobre asuntos personales de escritores españoles. Le confesé mi ignorancia, y lo que es peor, mi desinterés, con cierta vergüenza. El del cotilleo también es un oficio, requiere mucho trabajo, el atávico y futurista género de saber de qué pie cojea el pollo, no hay más que ver la Red, el tomate que hay. Fui telegráfico y algo hipócrita: No me interesan nada las vidas privadas de los escritores. El estudioso miró hacia el pescado, que, por cierto, tenía la mirada de Onetti, y preguntó compungido: Y entonces, ¿de qué podemos hablar?

Del lobo. La literatura siempre puede hablar del lobo. Según Nabokov, el origen está en el cuento de Pedro y el lobo. La invención de la realidad. Todavía hay una versión más precisa. La del médico orensano Salgado que un día de nieve se encontró con el lobo cortándole el paso en un sendero.

-¿Y que pasó, doctor?

-Me comió.

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