Mano
Enviado por su jefe a tomar directamente las medidas para confeccionar un traje a la casa de la señorita Hua, el joven aprendiz de sastre Chang estaba lejos de imaginar que esta visita profesional determinaría su destino. Corría el año de 1963 y el lugar de autos era Hong Kong, aunque estos datos concretos no afectan al meollo de esta historia, que se urdió sólo gracias a la firmeza y calidez de una mano femenina, cuyo poder de contacto es único, aunque su alcance sea universal. La primera sorpresa que se llevó el intimidado joven aprendiz, cuando ya esperaba ser recibido por la señorita Hua en la antesala de la habitación de ésta, es oír el cada vez más inequívoco jadeo erótico que provenía de la misma, luego corroborado por la salida de un varón a medio vestir. De todas formas, nada se pudo comparar con lo que le sucedió a continuación, cuando, introducido en la estancia íntima de esta mujer, que resultó ser de una aterradora belleza, realzada por recibirle tumbada en su lecho y semidesnuda, esta descarada meretriz, comprobando el excitado azoramiento del sastrecillo en ciernes, le exigió que se desnudara de cintura para abajo, no sólo para comprobar el contundente efecto genital que había provocado la situación en el virginal joven, sino, todavía más increíble, para acariciarle su descompuesta entrepierna con la excusa de que jamás podría ser un buen sastre de mujer quien no conociera el tacto de una mano femenina.
Aunque la lección de la señorita Hua no sobrepasó el límite de su ardiente caricia, ésta marcó de tal manera la piel tierna del aprendiz que ya no quiso sino ser el sastre preferido de su asombrosa maestra. Durante años, ya no hubo, sin embargo, entre ellos otro contacto físico que el profesional de tomar él las medidas del adorado cuerpo de ella, que se dejaba tocar por el cada vez más esmerado sastre, entre entradas y salidas de los amantes de turno. Con el fatal paso de los años, aunque la fortuna erótica y los recursos de la señorita Hua fueron en descenso, el ya acreditado maestro Chang no dejó de coserle gratuitamente los más suntuosos trajes, que, al final, obviamente ella no se podía poner, dadas las sórdidas circunstancias de su existencia y de su cada vez más tirada clientela.
Aún les quedaba por vivir a estos insólitos amantes la prueba definitiva de su despedida, que se produjo, mientras ella agonizaba, consumida por una letal tisis, en el repulsivo cuarto del hotelucho donde había ido a parar. Fue entonces cuando, por primera vez, hicieron físicamente de verdad el amor, pero no sin que la mano de ella, interpuesta entre sus rostros, impidiese que la proximidad de su aliento pudiera contagiar a su abnegado amante. Esta historia fue escrita y dirigida, en 2004, por el cineasta chino Wong Kar Wai, y, con el título La Mano, es uno de los tres episodios de la película Eros, en la que también intervinieron los realizadores Michelangelo Antonioni y Steven Soderbergh. ¿Quién puede dudar, en cualquier caso, tras la visión del episodio de Wai, que el arte y la vida no sean un ardiente y peligroso juego de manos?
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