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Promesas electorales y pedagogía

En época preelectoral es habitual desayunarse con los titulares de las promesas que los candidatos (fíjense en que aún no tenemos candidatas) a presidir el Gobierno de Cataluña nos han ofrecido el día anterior. Estamos, pues, en un periodo en que la generosidad política de unos y otros va a ser constante. Sin embargo, no siempre los candidatos prestan la suficiente atención a las consecuencias de sus mensajes, a la coherencia de éstos o simplemente a su viabilidad. Está pendiente de realizar una tesis doctoral sobre las muy variadas e intensas propuestas electorales que, habiendo ocupado páginas y titulares en los medios de comunicación y a pesar de haber llegado al Gobierno quien las proclamaba, no han llegado nunca a ser realizadas.

Sin ir más lejos, la semana pasada constatamos cómo los dos candidatos con más posibilidad a presidir la Generalitat después del 1 de noviembre, y por este orden, Artur Mas y José Montilla, abrían la puerta a la generosidad aparente con el cuerpo electoral.

Empecemos por José Montilla, un político crecido en la experiencia municipal y en consecuencia apegado y atento, como todo buen alcalde, a la opinión directa de la gente de la calle. Hay que celebrar la capacidad del candidato socialista para dictaminar con la misma certeza que lo hace el tendero de mi barrio que hemos llegado al límite en la capacidad para recibir inmigrantes. No hay duda de que Montilla conecta con el sentir de una mayoría de la opinión pública. La cuestión es si el objetivo de un candidato demócrata y para más señas socialista es coincidir acríticamente con la opinión ciudadana o si, por el contrario, debe utilizar su carisma y su posición de liderazgo social para hacer aquello que otro socialista catalán definió como la pedagogía necesaria que todo político debe preservar en su acción.

No sé qué opinaría Campalans de la aseveración de Montilla sobre la inmigración, pero supongo que podemos coincidir en que muy pedagógica no fue. Entre otras cosas, porque nadie duda que la inmigración seguirá incrementándose en los próximos años. No sólo porque la presión demográfica de nuestros vecinos del sur sigue en aumento, sino por necesidades objetivas de nuestro mercado laboral. El efecto llamada es la oferta permanente de trabajo y es más que previsible que esa oferta siga al alza los próximos años. En segundo lugar, porque es radicalmente falso que la inmigración extracomunitaria comporte una pérdida de servicios para los ciudadanos. Todos los datos oficiales disponibles y todos los estudios -a excepción de uno publicitado este verano por encargo de la Comunidad de Madrid- nos dicen que el saldo entre lo que los inmigrantes aportan a las arcas del Estado y lo que consumen en bienes y servicios es netamente favorable al Estado. Es decir, la inmigración incrementa los recursos públicos.

En resumen, hay que hablar de la inmigración, hay que abordar el desconcierto que en muchas personas y sectores ha producido el crecimiento migratorio, hay que encarar políticas de derechos y obligaciones -es decir, de ciudadanía- para los recién llegados. Pero no hay que alimentar la bestia del miedo que toda sociedad tiene más o menos explicitada hacia lo extraño. A veces regalar los oídos de nuestra audiencia puede provocar a medio plazo efectos no deseados.

La otra propuesta estrella ha estado en boca de Artur Mas. Es bueno buscar medidas concretas para el dominio generalizado de un tercer idioma en Cataluña. Es cierto que algunos documentos de think tanks, o generadores de ideas (Fundación Catalunya Oberta y el Círculo de Economía, por citar sólo dos), hace tiempo que constatan el déficit en este campo y reclaman soluciones. Pero prometer bonificaciones fiscales para quienes acrediten conocer una tercera lengua es una medida fiscal socialmente regresiva y, lo que es más importante, probablemente ineficaz para incrementar el conocimiento del inglés o cualquier otra lengua.

Todos los estudios sobre educación y estructura social nos dicen que a mayor nivel de renta corresponde mayor nivel de instrucción -también en el dominio de terceras lenguas-. Sin mucho margen de error, podemos afirmar que si esa medida se aplica en un futuro, los sectores sociales beneficiados por la bonificación fiscal serán las familias de los grupos más acomodados de la sociedad. Probablemente los mismos que ya ahora se benefician de poder elegir centros educativos porque el coste no es ninguna barrera para ellos. Los mismos que de manera inconsciente abandonan discretamente pero de manera espectacular, sobre todo en las áreas urbanas, la escuela pública para dejarla en manos de los sectores más populares de la sociedad. Sólo hay que echar una ojeada a los datos más recientes disponibles, por ejemplo a los de PISA 2003 o del informe L'estat de l'educació a Cataluña (ambos de la Fundació Jaume Bofill), para ver el impacto de las desigualdades sociales en el sistema educativo y en la distribución del capital social en educación.

Por otra parte, desde la teoría económica y desde los propios supuestos de la escuela de Chicago y la elección racional, es harto improbable que alguien se sienta motivado a hacer un esfuerzo para aprender inglés sólo por la bonificación fiscal que al cabo de unos años pueda obtener, de la misma manera que nadie en nuestro país tiene tres hijos para ser familia numerosa.

En resumen, una propuesta que beneficiará a las clases económicas más pudientes -es decir, una política fiscal regresiva que rompe con el principio de que aporta más quien más tiene- y que difícilmente motivará a las familias a invertir recursos (tiempo, esfuerzo y dinero) en el aprendizaje del idioma. Sin embargo, Artur Más lanza la propuesta probablemente convencido de que va a gustar a su audiencia porque une dos ideas que de entrada a la gente le agradan: hay que saber más idiomas y hay que pagar menos impuestos.

Jordi Sánchez es politólogo.

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