Líbano, la vital incertidumbre
Un café de la calle Gourad, el Gemmazye. Estilo modernista. En los espejos, en las cristaleras que dan a la noche del Beirut cristiano se refleja la clientela excitada, feliz. No quedan mesas libres, ni narguiles. Hay música. Abed, el maître chií, se suma a los esfuerzos del timbal y del laúd, cuyo intérprete pone también la voz, entonando canciones populares que la gente corea. De vez en cuando a una muchacha o a una pareja -casi todos son jóvenes y hermosos-, le da un repente, se levanta y se pone a ondular el cuerpo al son de la música. Se alzan y bailan, más y más y más. Hay en ellos sensualidad, alegría: en el brillo de la piel, de los ojos, de los cabellos rizados, en la coquetería de los gestos y hasta en el redoble de las cruces de considerable tamaño que rebotan en los escotes, en los cuellos de camisa más que entreabiertos.
Hay una epidemia de bodas. O más bien una reacción hormonal propia de la precaria posguerra
La gran pregunta para la que nadie tiene respuesta es: "¿Qué viene ahora?"
Han desaparecido el aullido de las sirenas y el silencio de las personas perdidas en su miedo
Desde que acabó el bloqueo todo el mundo carga algo: tejas, colchones, patatas
Contemplo el reflejo del instante en las vidrieras y le pregunto al amigo que me acompaña: "¿Por qué esta escena me recuerda tanto la película Cabaret?". Berlín 1930. Beirut entre guerras. Pero no seas cenizo, me riño a mí misma. Van a llegar los de FINUL [Fuerza Interina de Naciones Unidas para Líbano], que aquí siempre han servido para mucho: ver el presente.
Porque la gran pregunta para la que nadie tiene respuesta es: "¿Qué viene ahora?". Nadie sabe, nadie confía y todo el mundo espera. Y cada cual, cada porción de Líbano dentro de este infinito Líbano cuya vitalidad se crece en la incertidumbre, se encierra en la burbuja del ahora. Ahora y nada más, por si acaso.
Lo primero que recibí en Beirut a mi regreso -he cumplido la promesa que hice a mis amigos antes de abandonarles el pasado 24 de julio- fue la invitación para una boda. Iman, 22 años, empleado en el hotel Cavalier, me dijo: "Tal vez piense usted que soy demasiado joven para casarme". "¿Yo? Anda, hijo, cásate y disfruta". Sólo me faltó añadir: "Mientras puedas". Pero creo que tanto él como yo pensábamos lo mismo. Hice una pregunta capciosa: "¿Qué clase de boda?", a lo que Iman me respondió astutamente: "Una boda libanesa". "Sí, ya, pero libanesa ¿de quiénes?". Sonrió: "Drusa". Para mis adentros, me dije que era un adelanto: todo el mundo intenta, al menos por ahora, repetir en voz alta que es libanés, libanés, libanés. Es la versión callejera de los anuncios de la televisión oficial, esos anuncios que mezclan imágenes de víctimas infantiles del conflicto con la efervescente consigna: "Una nación, una nación, una nación. El Líbano, el Líbano, el Líbano". En francés y árabe. Pero los políticos de las diferentes comunidades ya han abierto sus inútiles bocazas para tratar de engullir rédito político de la situación. ¿Cuánto puede durar la voluntad popular de sentirse al fin ciudadanos y no de ésta o esta otra comunidad, de hacerse fuertes frente a Israel, su enemigo común, si no empiezan por pedir cuentas a sus gobernantes? ¿Cuánto tardarán en aceptar que su pertenencia a una comunidad u otra, aquello que creen les protege de la debilidad e incompetencia del Estado, es el material en que se basa o, mejor dicho, por el que se despeña ese mismo Estado?
Entre tanto hay una epidemia de bodas. O más bien una reacción hormonal propia de la precaria posguerra. Los periódicos anuncian compromisos y ceremonias matrimoniales. Abbas, el chico que desafió los bombardeos para entrar en su casa de los suburbios para recuperar sus CD, me ha enseñado su dedo anular. "He pedido la mano de mi novia". "¿Cuándo os casáis?". "Dentro de un año". Intento no transparentar mi propio escepticismo y le digo, como bromeando: "Bueno, bueno, pero no esperarás tanto para ser feliz por debajo de la mesa...". Sonríe ante la expresión que insinúa relaciones prematrimoniales. Tengo la impresión de que Abbas y su novia pasan bastantes ratos ocultos por el mantel. En Líbano cada cual reconstruye a su manera.
Darse un paseo por el vientre de la destrucción causada por Israel en un tiempo tan corto produce una secuencia de sentimientos alternos. Los puentes del camino al aeropuerto aparecen cortados en seco, brutalmente interrumpidos como este país: pero bajo la sombra de cada muñón, los hombres de los suburbios del sur de Beirut, los hombres y muchachos de Dahiyeh han encontrado un lugar en el que sentarse a mirar -usar los ojos: una de las competentes lecciones que he recibido en esta tierra- mientras charlan y juegan con su rosario y valoran los modelos de automóvil que se atochan a su alrededor y las motos atravesadas entre golpes de claxon. Nadie conoce mejor que esta gente el arte de sentarse a existir con media silla colgando del vacío. Es una habilidad que conmueve y aterra al mismo tiempo. Hay vendedores de frutas y de pistachos. Nuri, mi viejo chófer, se apresura a adquirir uvas -"en Hamra son tres veces más caras", me informa- y me ofrece un racimo. Son uvas de color verde claro y tamaño apepinado, grandes, con la piel tensa cubierta por el polvo que lo envuelve todo. Las froto someramente con las manos. Muerdo una y siento el sabor del suburbio en mi lengua.
Los iconos urbanos de que he oído hablar, sobre los que me han escrito correos electrónicos amigos que se quedaron en Beirut mientras yo retorcía en Barcelona el sudario en que se convirtió agosto, están aquí, disponibles. Un cartel en el que puede leerse Made in USA, junto a una casa reducida a escombros en Haret Hreik, el barrio más castigado. Y ese letrero alentador situado en el límite de dicho municipio con la autopista del aeropuerto: por un lado, da la bienvenida; en su reverso, las gracias "por habernos visitado". Tras las letales incursiones del Ejército israelí, con armas proporcionadas por Israel a través del puente aéreo facilitado por Tony Blair, mientras la comunidad internacional abanicaba a Condi Rice, tanta cortesía deviene un sarcasmo. En el barrio, una mezcla de ruinas y de reconstrucción; grúas, gritos, actividad, tolvaneras.
Beirut es una ciudad de sonidos inconfundibles. Imposible describirlos, hay que estar aquí para hacerte experto a través de sus ruidos del fluir de sus días. Ahora han desaparecido dos ingredientes del verano que nunca echaré en falta: el aullido de las sirenas dirigiéndose al sur y el silencio de las personas perdidas en su miedo. De nuevo hoy cierras los ojos y escuchas a los golpeados ponerse en pie. Es el run-run implacable de las hormigoneras, el rasca-rasca del bulldozer, el gruñido de los camiones con grúa. También se dirigen al sur, como antaño las ambulancias; pero incluso en los barrios cristianos, preservados cuidadosamente por Israel durante la guerra aunque igualmente atemorizados, se sigue construyendo con la misma enloquecida fiebre especuladora de antes, y obreros africanos martillean en andamios como si percusionaran la melodía de la supervivencia inmobiliaria.
En la carretera antigua que, inutilizada todavía la autopista, utilizamos para llegar a Tiro, desde que acabó el bloqueo todo el mundo carga con algo hacia alguna parte. Tejas, colchones, placas de uralita, sacos de cemento, patatas, cajas de refrescos. Este Lázaro libanés cada vez que resucita se pone a traficar, que es lo que más le gusta. Los atascos en carretera son una gran oportunidad, en sí mismos, para hacer negocio, como bien saben quienes se han organizado entre Nabi Younes y El Rmaileh para vender botellas de agua a los conductores que se atoran y forman largas colas para entrar en Saida.
Paso el río Litani, cuyo arreglo provisional protegen soldados libaneses de esa armada que resultó tan indefensa ante Israel como los civiles a quienes no pudo cubrir. El Litani de los símbolos y de las batallas está a media altura a principios de septiembre; su nombre es más caudaloso que sus aguas, ha sobrepasado los mapas, pero si no hubiera aquí -y en todas partes: con qué facilidad nos acostumbramos a ellos- tantos militares, sería un agradable lugar para merendar, entre adelfas rojas y plantaciones de plátanos, cerca de los invernaderos donde se marchitaron las flores del último verano.
En Tiro, en su casa y en vísperas del desembarco de la avanzadilla de cascos azules españoles, la pediatra de origen cubano Conchita, casada con el cirujano libanés Abdul Nasser Ferran, me muestra el edificio de enfrente. En la noche pasa inadvertido, pero si te fijas ves que le faltan tres pisos de arriba, rebanados con precisión. "Estábamos aquí, por la tarde. Fue tan ensordecedor que creímos que había caído en nuestra casa. Se rompieron los cristales. Bajamos a la consulta y nos escondimos en un cuartito. Mi hija adolescente me dijo: 'Si me matan, no sabré lo que es estudiar y hacer un trabajo como tú; si me matan no sabré lo que es enamorarse, casarse y tener hijos como tú". Conchita tiene hoy el aspecto de la mayoría de los libaneses que me importan: rota por dentro, pero apedazada a fuerza de amor y esperanza. Los hay que parecen laminados en frío, sonríen pero saben que tardarán en recuperarse. Los hay frenéticamente activos, delirantes.
Ante la posible contribución a la paz de las tropas extranjeras, la mayoría sienten escepticismo y necesidad de creer. "Abdel y yo sufrimos tanto", dice Conchita, "que lo único a lo que aspiro es a estar en paz, a estar con él, con los míos, en mi casa. Sin bombas. Ojalá funcione". Tal vez inshal.lah sea la palabra que más se pronuncia últimamente.
Sentada en el chiringuito número 10 de la playa de Tiro observo al día siguiente el desembarco del contingente español. Pobre Líbano, tan enfermo por dentro y tan manoseado por fuera. La mujer del cirujano me dijo que su marido, a quien nunca le tembló el pulso al operar, de repente tuvo que parar la noche de la bomba debido a que no podía ver lo que estaba haciendo, cegado por las lágrimas. Porque sus pacientes eran sus vecinos, porque tenía que elegir a quién curar primero, tomar sobre la marcha decisiones desesperadas; porque un conocido se arrodilló y le besó los pies pidiéndole que encontrara a su hijo. Puede que sea por eso que me ponen tristes los buques de guerra en el Mediterráneo de esta mañana tan hermosa, aunque vengan a pacificar.
Me voy a una calita situada al norte del Litani, Adlun. Sin sombras guerreras. Mujeres y niños se bañan, ellas vestidas pero con colores alegres: son jóvenes, se ríen. En el restaurante los hombres pescan y beben café. Disfrutan del momento. Líbano entre dos guerras, entre dos paces. Habrá que mantener bien embridado al jinete del desaliento.
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