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FUERA DE CASA
Columna
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Fernández y Cía

Es preferible reír que llorar: eso cantaba Peret coreado por sus palmeros hace ya unos cuantos años. Así empezamos la semana, con risas y no con llantos. Estábamos en un tanatorio, incineraban a Tito Fernández. Como era previsible conociendo al actor principal del drama, después de la seriedad llegó la juerga. Una de las pocas cosas que Tito no vivió fue su muerte. Se mantuvo siempre tan activo, tan ocupado, que ni tuvo tiempo para morir su vida. Murió vivo y coleando. Alguien muy cercano a Tito me dijo en aquella alegre incineración que una posible causa de su muerte pudo ser el exceso de glamour marbellí, una sobredosis de jet-set, de famoseo y tomateo que hubo en la corrida rondeña de presentación en sociedad del torero Cayetano. Nunca lo sabremos; Tito consiguió escaquearse de la autopsia.

Se llamaba Fernández, por parte de padre, y siempre le gustó estar entre gitanos, bohemios y excéntricos de toda condición. También conoció a los famosos, las hermosas y los ricos con los que compartía las juergas y la noche desde los años cincuenta hasta nuestros días. Gajes del oficio.

El tanatorio estaba lleno de actores, amigos, hermosas y cantaores del Corral de la Morería. Todos tenían alguna risa que aportar a la biografía de Tito. Algunos le debían sus primeros trabajos en el cine. El actor Guillermo Montesinos me contó que cuando llegó de Castellón a Madrid en los años sesenta, en una noche del famoso tablao madrileño a la que había sido invitado por Enrique Busián, conoció a Tito Fernández y al día siguiente ya estaba trabajando en una película. Ese mismo día se hizo del Partido Comunista. En el rodaje coincidió con José Manuel Cervino, verbal seductor que trabajaba en su doble papel de actor y captador de compañeros de viaje. Tito también era un rojo oculto. Un rojo escondido detrás de sus películas de evasión y descanso. Un rojo que durante décadas fue el rey del cinéma mentiré -nombre que se debe a Tina Sainz-, que era la contra española del cinéma vérité.

Tito se dedicó a otra cosa, otro género. Fue una figura destacada de nuestro cine popular, de consumo. Un cine que parecía destinado al olvido y que, sin embargo, hizo rico a Enrique Cerezo, que en años progres lo compró a precio de saldo. Un cine que renació con las televisiones privadas y con los programas de Cine de barrio. Una de aquellas películas de barrio dirigidas por Tito fue durante décadas la más vista del cine español: No desearás a la vecina del quinto. Tuvo que llegar Torrente para destronar a Tito. Todavía le queda otra marca sin destronar, el mayor éxito de las series de televisión de los últimos años, esta vez de estética más vérité, Cuéntame cómo pasó. Otra conquista del señor Fernández, Tito para los amigos. Imanol Arias lo sabe muy bien -otro que también cojea por el lado flamenco y taurino-; no deja de tenerle presente en sus paganas oraciones.

Santiago Segura, que va a arrasar en la Gran Vía madrileña con su comedia musical Los productores, le reconocía el otro día a Francino que cuando conoció a Tito, le sorprendió la normalidad, generosidad y el juego limpio con el que perdió su cetro del más taquillero. Segura, con su antigua glotonería por el éxito, pensó que también él podría estar décadas en la cumbre de la taquilla. No fue así; llegó Amenábar y mandó parar. Hablamos de taquillas nacionales, Almodóvar es mundo aparte. Ahora, si no bajan las espadas, puede ser Tano Díaz Yanes, Alatriste, el que se convierta en la madre de todas las taquillas nacionales. Tano también sabe de tauromaquia.

Después de tantos triunfadores nos dimos un reposo para ver y oír la despedida en plaza madrileña de un perdedor, Pasqual Maragall. El todavía presidente de los catalanes eligió un lugar nada taurino, ni cañí: la Residencia de Estudiantes. En sus palabras de despedida, en la soledad sonora de tantas ausencias del socialismo español, en compañía de pocos, hizo una faena breve, relajada y algo melancólica. Un homenaje al lugar simbólico, a la España racional y posible que representa esa residencia y que representó aquella libre institución donde habían estudiado algunos familiares de Maragall. Habló poco pero claro. Más o menos como sus acompañantes de festejo -o como lo quieran llamar, porque no era muy festiva la noche-, ese tripartito de tantas risas llamado Tricicle.

A mitad de la fiesta (?) llegó Carmen Alborch. Venía del Congreso un poco más enamorada, metafóricamente, de Pérez Rubalcaba. Y un poco menos, sin metáforas, de Eduardo Zaplana. No sabemos si era optimismo o información, pero la Alborch ya se ve de alcaldesa, de Valencia, claro. De Madrid, no sabemos. No nos contestan.

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