Pequeños accidentes, grandes catástrofes
Lo explicaba muy bien Manuel Montero la semana pasada en estas mismas páginas, en su columna sobre los sucesos que han encendido el último verano. La política convertida en obtusa, torticera denuncia sistemática de todas las catástrofes. Catastrofismo antes, durante y, sobre todo, después de las catástrofes. El caso es que no falten (que no faltan) las malditas catástrofes: trenes que descarrilan, incendios que destruyen centenares de miles de hectáreas, lluvias que se lo llevan todo por delante. El político encuentra en el desastre (de mayor o menor calado natural) un rico yacimiento demagógico. No se trata de investigar a fondo en los sucesos y proponer medidas preventivas que permitan, dentro de lo posible, evitar determinado tipo de catástrofes donde, por otra parte, existen elementos no siempre controlables, detectables e incluso previsibles. Los hechos nos demuestran que, después de las denuncias y las acusaciones y los gritos, son pocas las propuestas constructivas.
Deberíamos aceptar la incertidumbre. Asumir de una vez que la seguridad absoluta no es posible. Pero la tentación es demasiado grande para algunos políticos, incapaces de admitir que una catástrofe puede ser simplemente, tristemente, una fatal catástrofe que hubiera sucedido con un partido u otro en el poder. Estamos, sin embargo, habituándonos al espectáculo de los políticos chapoteando en el lodo de la catástrofe, metidos hasta el cuello en los cascotes de la demagogia, sin asomo de vergüenza o pudor. Hay políticos que hacen catástrofes como existen periodistas que hacen tribunales, deportes o sucesos. La catástrofe es un género lleno de posibilidades, es verdad. Pueden salir de ella titulares, películas, novelas y, ante todo, toneladas de mala política o de política desnaturalizada, adulterada, sucia.
Un accidente, en cambio, no es ninguna catástrofe. Un accidente no es un suceso político. Un accidente puede tener su historia y su intrahistoria, sus circunstancias y sus protagonistas, pero no una película. No un escándalo público. No una comparecencia parlamentaria del ministro del ramo. Da igual que el accidente se repita callada, sordamente hasta formar un río de mutilados y difuntos que nadie quiere ver, oír, contar. Porque hablamos de muertos en Azpeitia, Mungia, Vitoria, Azkoitia, Pamplona, Trápaga, Santurtzi y otros pueblos y villas de nuestra geografía que aún esperan el recuento completo de bajas cuando acabe el verano. Beirut desde el andamio. Un verano bien negro para la siniestralidad en este país. Muertos con nombres y apellidos que nadie conoce y menos los políticos que prefieren hablar de otras catástrofes y no perder el tiempo hablando de la muerte al por menor. Muchos de ellos, además, son submuertos (trabajadores sometidos a la cadena de la subcontratas). Todos esos currantes que se caen del andamio o que pierden una mano o un brazo cumpliendo su jornada laboral podrían convertirse en "almas muertas" como las que contó Gogol. Almas muertas del siglo XXI. Se ocultan demasiados accidentes laborales en Euskadi, dicen los sindicatos. (La Inspección de Trabajo -leo en un suelto- ha sancionado y requerido a la empresa Montajes Nervión, subcontrata de Petronor, que declare los accidentes por amputación y fractura de sus trabajadores). Se trata de accidentes, nada más, nada grave, es lo que, al parecer, piensan quienes defienden nuestra seguridad y se apuntan a toda catástrofe en calidad (ya lo dijimos antes, este mismo verano) de bomberos-pirómanos.
Crecen los accidentes. Y todo nos anima a concluir que es el orden natural de las cosas, como un flujo imparable (durante muchos años, ETA fue un accidente, no una catástrofe). Accidentes laborales tan solo. Ni siquiera decrecen en verano, lo acabamos de ver. Las muertes se disparan porque la construcción no cesa, la subcontratación encadenada tampoco y la información y formación de los trabajadores se deja para luego o para nunca. En verano, además, trabaja menos gente y más deprisa. La semana pasada, en un andamio de Buztintxuri, en Pamplona, murió un obrero que trabajaba junto a su hijo de 18 años, herido gravemente. Dos por uno. Eran ecuatorianos, pero eso a lo mejor no es relevante, o sí (los accidentes tienen todos su historia). El mismo día se inauguró en Pamplona un congreso de Construcción. Ninguna autoridad abrió la boca. Fue un soleado día sin catástrofe.
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