Ciudadanos del subsuelo
El espectacular incremento de embarcaciones que, procedentes de Senegal, arriban a las costas de Canarias ha recordado una evidencia modesta pero decisiva: las soluciones dependen de los términos en los que se formulan los problemas. Mientras que la oposición insiste en que la avalancha de africanos obedece al efecto llamada que provocó la última regularización de trabajadores extranjeros, el Gobierno cree encontrarse ante "una rebelión pacífica contra la pobreza en África". Los remedios se ajustan, así, a los diagnósticos: o se pide mano dura contra quienes atraviesan ilegalmente nuestras fronteras, o se anuncian voluntariosos planes de cooperación dirigidos, ni más ni menos, que a paliar la pobreza endémica de todo un continente.
Nadie duda de que la fuerza que arroja a miles de trabajadores es la falta de perspectivas en sus países
Nadie puede poner en duda que la fuerza que arroja a miles de trabajadores, no sólo desde África, sino también desde Asia, América Latina o Europa central, es la falta de perspectivas en sus países. Pero nadie debería dudar tampoco de que la fuerza que les atrae con tanto o mayor vigor es la convicción, una y otra vez refrendada por la realidad, de que cruzar ilegalmente la frontera no es obstáculo para encontrar lo que vienen buscando, conscientes del altísimo precio que tienen que pagar. Para un joven africano que emprende la aventura de entrar y trabajar ilegalmente en España, el verdadero rubicón es llegar a estar adentro, porque, una vez aquí, es abducido por una rampante economía informal que lo convierte en algo así como un ciudadano del subsuelo. En España, no tener documentación en regla no impide encontrar empleo, llamando empleo a una precariedad que roza la esclavitud. Tampoco impide alquilar una vivienda, si tomamos por vivienda cualquier cuchitril en el que quepan algunos camastros para descansar por turnos. Ni impide contratar un teléfono móvil u otros servicios ni, menos aún, repatriar los modestos ahorros a través de las agencias de giro que han multiplicado en los últimos años. Los datos sobre los que un africano adopta la decisión racional, terrible pero racional, de venir ilegalmente a España se resumen en lo que ha visto entre sus próximos: gracias a una economía informal que se concentra en la agricultura, la construcción y los servicios, incluyendo la prostitución, en poco tiempo se pueden repatriar, al menos, 100 o 200 euros al mes hacia un país que puede tener una renta de 500 euros por año.
Ante esta realidad cada vez más descontrolada y, por lo que parece, también más invisible, se puede adoptar, sin duda, esa estrategia que la oposición denomina mano dura, aunque sólo consista en el contrasentido de proponerse acabar con la esclavitud persiguiendo, no a los esclavistas, sino a los esclavos. O se puede, por qué no, intentar la vía privilegiada por el Gobierno, echándose sobre los hombros la hercúlea tarea de hacer que África alcance el desarrollo antes del próximo verano, cuando el buen tiempo inaugure una nueva temporada de cayucos. Lo más razonable, con todo, sería regularizar, no las personas, porque las personas no son regulares ni irregulares, sino la ingente cantidad de transacciones que, desde trabajar hasta repatriar ahorros, desde contratar un teléfono móvil u otros servicios hasta alquilar un cuchitril, se realizan en nuestro país sin importar que una de las partes no tenga la capacidad jurídica de hacerlo, porque cruzó nuestras fronteras sin cumplir los requisitos legales. El pacto de inmigración del que tanto se habla no se dirigiría, entonces, a los extranjeros abducidos por esta economía informal, ni se preocuparía de si deben conocer la lengua, la historia, la Constitución o las costumbres; el pacto de inmigración se dirigiría, por el contrario, a quienes, compatriotas nuestros, no tienen escrúpulos en lucrarse con la situación de ilegalidad, y, por tanto, de vulnerabilidad, en que se encuentran decenas de miles de trabajadores extranjeros. El mensaje de ese pacto para ellos debería ser terminante: gobierne quien gobierne, se terminaron las transacciones en el subsuelo.
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