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Reportaje:

Torreones, remates de altura

Dos centenares de pináculos vacíos, hornos en verano y neveras en invierno, jalonan edificios históricos de la capital

Abrasadores en verano. Gélidos en invierno. Siempre altivos. Son apenas dos centenares, pero marcan con su porte el perímetro de la frontera más cercana de Madrid con el cielo. Son los torreones que se yerguen en las esquinas de otras tantas casas singulares de la ciudad y determinan la articulación de los más bellos chaflanes.

Proliferan en distritos como los de Salamanca, Chamberí y Centro, pero algunos de los más señeros se encuentran también en el barrio de Argüelles, como el que identifica el arranque de la calle de Ferraz, 2, conocido como Casa Gallardo y obra del arquitecto N. Daverio, premiado por el Ayuntamiento de Madrid como el mejor edificio en 1915.

Los torreones son quizá los hitos más singulares de la arquitectura civil madrileña del siglo XX. Comenzaron a ser erigidos a finales del siglo anterior, al principio como derivaciones de los techados amansardados que fueron incorporándose a la arquitectura madrileña, según el gusto francés, con el romanticismo.

Su uso como elementos ornamentales no se desarrolló al completo hasta la segunda década de 1900
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Pero su despliegue, su empleo como elementos arquitectónicos ornamentales, no se desarrolló al completo hasta la segunda década. Según explica el arquitecto Jaime Tarruell, cofundador del Servicio Histórico del Colegio de Arquitectos de Madrid, "permitían articular el giro de los edificios que los remataban".

Tarruell recuerda cómo siendo adolescente se introdujo en el palacete del arranque de la calle de Velázquez, adosado entonces al recién construido hotel Wellington, donde tuvo hasta 1936 su escritorio, alojado dentro de un torreón, el literato Ramón Gómez de la Serna. Su escritorio completo se conserva en el Museo Municipal de la calle de Fuencarral.

Otro de los usos dados a estas atalayas egregias ha sido el de estudios de pintura. Es el caso del torreón enclavado en la calle de Alfonso XII, 58, en su esquina con la del Doctor Velasco. Presenta la singularidad de verse rematado por una cúpula en forma de cebolla, que confiere a ese chaflán, frente al parque del Retiro, la semejanza con un palacio oriental. Provisto de ocho ventanas, el torreón es desde hace más de una década estudio de un pintor, Agustín Hernández.

Otro gran pináculo visible se encuentra en la plaza de Canalejas, en el remate de un edificio de sabor regionalista, obra del arquitecto Rucabado, con decoraciones de cerámica polícroma en su fachada y con una galería en madera tropical sobre la Carrera de San Jerónimo. En esta torre, empizarrada y de puntiaguda esbeltez, tuvo su despacho un notario que llevó durante años los asuntos del almirante Luis Carrero Blanco, valido del general y autócrata Francisco Franco.

Algunas de estas torres evocan caprichosas latitudes como las del Asia Central, por sus semejanzas con los tocados tártaros. Es el caso del castillete amansardado que engarza la calle de Alcalá y la de Príncipe de Vergara, edificio de viviendas construido en 1908 para Pablo Moreno por Julio Martínez-Zapata.

Pese a que la fórmula arquitectónica fuera empleada años antes por arquitectos como Antonio Palacios, José Espelius y Joaquín Saldaña, entre otros, se singularizó con Ignacio Aldama, quien, al frente del Colegio de Arquitectos, llegó a ser conocido con el sobrenombre de Señor Esquinas, por su querencia probada por construir estos hitos en sus proyectos

Pizarras de marfil

Los materiales empleados en la construcción de estos grandes pináculos varían sobre el ábaco del repertorio de la construcción madrileña, pero casi todos suelen presentar sus cubiertas empizarradas.

Ésta fue una tradición importada a Madrid por el arquitecto Juan Gómez de Mora y desarrollada en el siglo XVII. La pizarra facilitaba el deslizamiento de las nieves y la escorrentía del agua de lluvia, frente a las cuales impermeabilizaba los techos y los embellecía sobriamente. Las formas de los torreones varían, desde las bulbosas, como el que corona la Casa Reynat del chaflán de Almagro con la calle de Caracas, hasta las afiladas y rematadas en flecha, como la del edificio de viviendas para los señores Navarro y Narbona, en la calle de Juan de Austria, esquina a Santa Feliciana, obra del arquitecto César Cort Botí, en 1928.

Los torreones presentan una superficie de base generalmente octogonal y piel con salientes en forma de peldaños para su escalada, en el caso de que sus paredes cieguen su interior, o bien óculos al modo de medallones en los diáfanos, donde, casi siempre, proliferan ventanas. Sus soportes acostumbran ser columnas o pilastras.

En todos los casos, ocupan los áticos de los edificios que coronan y simbolizan el empuje de la burguesía madrileña de comienzos del siglo XX, ya que fue la que encargó a los arquitectos construir sus edificios de viviendas contando en estos pináculos para rubricar su alzado. Para unos, se trata de hitos inútiles, refugios de marfil de poetas y soñadores. Para otros, expresan el impulso ascendente de una clase entonces pujante que señalaba así, con su propia estética, su marcha ascendente hacia el poder.

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