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"Lo peor de las torretas es que son inútiles para ser habitadas"

"Lo peor de los torreones es que son inútiles para ser habitados, salvo en primavera", sentencia José Martín, conserje suplente de una finca de la calle de Alcalá. "En verano, uno se asa, y en invierno, allí arriba te mueres de frío", comenta mientras finge estremecerse. "Cierto es que son bonitos, pero nada más. Nos dan mucha, pero que mucha guerra a los conserjes". Y lo explica: "Cuando no se llenan de palomas, almacenan tanto polvo que apenas se puede entrar a ellos; además, casi siempre contienen muebles y enseres que llevan allí no se sabe cuánto tiempo y pueden ser foco de incendios".

Sin embargo, no todos comparten la opinión de Martín. Prueba de ello es que una productora cinematográfica ha mantenido sus oficinas bajo uno de estos bellísimos torreones en el comienzo de la calle de Velázquez.

Uno de los primeros laboratorios fotográficos particulares de Madrid ocupó, precisamente, uno de estos áticos, en el paseo de la Castellana, en un palacete próximo a la actual plaza de Emilio Castelar, recientemente rehabilitado, que perteneció a Eduardo Adcoch.

Para Sergio, un adolescente inquieto que vive en las inmediaciones de la plaza de Alonso Martínez, donde proliferan los edificios rematados por las bellas torretas, "una vez estuve en una fiesta que dio un vecino en un torreón de ésos y la vista de Madrid era preciosa; metimos todo el ruido que quisimos y nadie protestó, porque estaba muy aislado, tan arriba". Confiesa que le gustaría vivir allí. "Me encerraría dentro con mi chica y me dedicaría a mirar con prismáticos todo el rato, porque se ve toda la sierra", admite con una sonrisa.

Antenas comunitarias

Algunas comunidades de vecinos han decidido instalar en los torreones antenas comunitarias, pero muchas otras no saben qué hacer dentro de esas torres generalmente vacías. No pueden alquilarlas, porque casi nadie las quiere; ni suprimirlas, ya que suelen gozar de protección urbanística por su alto valor estético, histórico y patrimonial. Son incómodas y ocupan un porcentaje del espacio edificado demasiado goloso para ser desaprovechado.

Pese a todos los inconvenientes, sería difícil imaginar Madrid sin la presencia de estos hitos que, a modo de proas de buques, perfilan el horizonte interior de la ciudad: es el caso del que remata el edificio bancario que se yergue sobre la plaza de Sevilla, frente al casino de la calle de Alcalá, cuya presencia se asemeja sobremanera a un bajel.

Ya sean de teja, pizarra, zinc; ya abombados, puntiagudos o romos; ya de granito, ladrillo o madera, los castilletes de los chaflanes parecen dialogar reservadamente desde el techo de la ciudad, en un arcaico idioma que conserva la memoria de un Madrid del que son penúltimo vestigio.

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