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Columna
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Un modo de vida

Hay, donde vivo, bastantes mujeres que se emparejan muy jóvenes y se dedican a trabajar en la casa matrimonial, a cuidar al niño, porque se quedan embarazadas pronto, si no se casan embarazadas. No estudian. Un buen muchacho, amigo, se justifica porque su mujer, de poco más de 20 años y con una hija, trabaja. "Es que ella quiere, y a mí no me importa", dice, como si diera su consentimiento obligado por las circunstancias. Vivo en un pueblo de 19.000 habitantes, en la costa andaluza, al este, que no creo muy distinto de otros pueblos de la región. Aquí las esposas jóvenes dependen de la familia paterna y del marido, como ha venido siendo toda la vida.

Las parejas se casan en la iglesia católica y no oyen los artículos del Código Civil que establecen la igualdad entre hombre y mujer, esos artículos leídos en las bodas civiles por los funcionarios que las celebran. La igualdad no es un deseo piadoso: es un imperativo legal. Pero la desigualdad real entre hombres y mujeres se ve en las fotos de grupo de los rectores de las universidades españolas, los consejos de administración de las mejores empresas, los ocho gobernantes más poderosos del mundo, o los directores de los principales periódicos de España. Hay igualdad ante la ley y desigualdad en la realidad, como si ley y realidad fueran divergentes.

La desigualdad práctica es una cuestión de cultura general, atávica: dominio masculino y aceptación femenina; la idea patriarcal, mezclada con misoginia, de que las mujeres necesitan la protección del hombre, al que sirven como complemento hogareño, máquina limpiadora y reproductora. Puesto que la protección suele convertirse en desconsideración y bestialidad viril, ser mujer es peligroso. Los expertos se interrogan sobre la influencia del calor en los recientes asesinatos de mujeres. Pero ninguna mujer ha matado a ningún hombre estos días andaluces de temperaturas desquiciadas, certificadas por el Instituto Nacional de Meteorología.

Donde el dominio legal, económico, cultural y físico del hombre sobre la mujer se ha mirado tradicionalmente como una cosa natural, era necesaria una Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Creo que se trata de una ley excepcional para una normalidad monstruosa: la costumbre de pegar y faltar el respeto sistemáticamente a las mujeres, tolerada durante muchos años socialmente, policialmente, judicialmente, religiosamente, por tradición. La nueva ley probablemente ha querido obligar a la sociedad, y en particular a los jueces, a tratar en serio la violencia contra las mujeres, lejos de considerarla un asunto de familia que dentro de la familia debía resolverse, una cuestión sentimental que a lo sumo terminaba en un comprensible arrebato de celos y pasión, es decir, en asesinato.

La nueva ley tiene una parte de buena voluntad, en la que se expresa el deseo de educar a los ciudadanos, incluidos los jueces, en el respeto a la legalidad (un asesinato es un asesinato, no un incidente amoroso), y el compromiso de atender a las mujeres atacadas por hombres. Pero, al considerar con mayor severidad los delitos de hombres que los de mujeres, el legislador se arriesga a consagrar legalmente las diferencias todavía reales. Se clasifica a los hombres, en general, por un rasgo, su peligrosidad, que los hace merecedores de un trato punitivo específico. Se promulgan leyes especiales, se crean tribunales especiales, policías especiales, profesionales especializados (jueces, policías, psicólogos, educadores), que amplían el conocimiento sobre el problema y avalan la reproducción de toda la cadena de instituciones excepcionales. Y, a pesar de la ley especial, los crímenes aumentan.

(No sé si las niñas y los niños aprenden en los colegios el principio de ser moral y económicamente independientes antes de convivir en pareja. A Lourdes Rodríguez, de Granada, su marido la mató cuando acababa de conseguir su primer trabajo, a los 42 años, como limpiadora en la universidad.)

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