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Columna
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Sucesos

De un tiempo a esta parte la vida política española gira sólo en torno a los sucesos graves, las contingencias que, pese a su reiteración, escapan a lo que podría considerarse rutina cotidiana. Sean los incendios veraniegos en Galicia, sea la llegada de cayucos a Canarias, sea una huelga salvaje en el aeropuerto de Barcelona: lo característico es que se organice en torno a tales acontecimientos lo sustancial del debate político. Éste se asemeja a una riña interminable y bronca, que adopta una forma apocalíptica, en la que el Gobierno queda estructuralmente descalificado, como origen y causa inmediata del problema o como responsable culposo de las disfunciones que, dicen, provoca por su ineficacia, inoperancia, desidia y dejadez. Ipso facto se piden dimisiones.

La cosa ha llegado a tal punto que, tras ocurrir cualquier desgracia que supera el plano personal o familiar -a veces ni existe este límite-, debe esperarse el inmediato arribo de los políticos. Suele producirse siempre en iguales términos: juzgando y condenando, sin andarse por chiquitas, pidiendo investigaciones y exigiendo que rueden cabezas, incluso antes de las indagaciones. Todo es política, pero cuesta asumir como normal este procedimiento por el que la presunción de culpa de Gobierno y Administración salta simultánea al suceso, y omite las fases de información, detección de fallas y búsqueda de soluciones -y eventualmente la detección de responsabilidades- y las sustituyen por ruidos condenatorios, en los que los afectados sólo cuentan en la medida que sirven al estruendo político. ¿Estamos ante una invencible búsqueda del fallo, fruto de los escrúpulos de una oposición anhelante de que las cosas funcionen bien? No exactamente: más bien ante la idea preconcebida de que las directrices y actuación del Gobierno han sido erróneas, han fallado y debe dimitir alguien, pues es gobierno tan torpe e impresentable que resulta incapaz de hacer la o con un canuto. Recuérdese la emocionante estampa de Zaplana acusando de todo tipo de barbaridades mientras ardía Galicia. Si un día de estos hay una inundación, el Zaplana de guardia lanzaría incontinente idéntica soflama. La misma condena vale para todo.

Así que un accidente de tren en Palencia, el hundimiento de las obras del metro barcelonés o los descensos en las reservas de agua sirven hoy como los argumentos básicos de una batalla política espasmódica y estridente. Igual podría decirse de cualquier secuencia del proceso de fin del terrorismo; una manifestación, una declaración (hasta si es de Otegi, al que con prontitud inaudita se convierte en el oráculo de Delfos, quién lo iba a decir) o una reunión suscitan ríos de tinta mediáticos para anegar al Gobierno. O cualquier suceso internacional que afecte a España, ocurra en Bolivia, en el Líbano o en Afganistán, o cualquier accidente aéreo militar: desechando entornos y circunstancias, ponen en marcha el mecanismo automático de culpar al Gobierno infame.

En España los problemas colectivos se han convertido en asunto de parte. Tal y como se exponen las cosas, da la impresión de que la propia existencia del problema (y no sólo su tratamiento) lo genera el Gobierno actual, que no es benefactor y comedido como el anterior, sino irresponsable y mostrenco. Según los argumentos y las contundencias de los reproches, el brutal e inmenso problema de la inmigración no existiría de gobernar la oposición, ni menguarían las reservas de agua, ni los problemas de Oriente Medio afectarían a España, ni las autoridades bolivianas acosarían a la petrolífera española, ni habrían recelos (y excesos) nacionalistas, ni secuelas terroristas... Un mundo sin problemas: tal ensoñación del paraíso guía a la oposición que nos ha tocado en suerte.

Por citar alguna consecuencia negativa de tan sabio proceder: la política española se nos mueve de forma traumática, a salto de mata, al albur de las páginas de sucesos, más importantes hoy que las políticas de fondo. En este esquema, un buen gobierno sería aquel que se convirtiese en una suerte de gabinete de urgencia, capaz de afrontar raudamente cualquier evento que se salga de la norma, y que ni se preocupase por las cosas que no van en primera página, aunque fuesen de enjundia.

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