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Columna
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Sequía

Acabada la temporada estival, la máquina de la cosa pública parece ponerse de nuevo en marcha con un chirrido que no proviene de su engranaje, sino de nuestra percepción. La máquina nunca para; somos nosotros los que llevamos un tiempo inactivos, gracias a los medios de información, que durante este periodo rivalizan para ver cuál es más prescindible. Si algo importante ocurre, lo hacen constar escuetamente y como a desgana, con lo que el moroso quehacer político, despojado del sentimiento partidista con que cada uno lo adereza, y reducido a un exigir responsabilidades y un declinarlas sin más, se nos antoja aburrido o exasperante. Y como todos los ricos del mundo están de vacaciones, en el terreno económico no pasa nada, de modo que los sucesos, si los hay, no tienen trascendencia.

Así las cosas, es meritorio que a Gunter Grass se le haya ocurrido sacar a relucir sus trapos sucios. De adolescente se afilió a la organización más virulenta del aparato nazi y lo ha estado ocultando toda la vida. Ahora lo publica, poco antes de que aparezcan sus memorias, y niega que fuera, como muchos dicen, un pecadillo de juventud. Por este acto unos lo admiran, pero otros le afean haber sido tantos años el azote moral de su país mientras tenía guardado un esqueleto en el armario. Hay quien le acusa de narcisismo, cuando no de afán publicitario. A mí me gustaría pensar que Grass previó estas reacciones negativas y las provocó como parte de la expiación, pero esta actitud no concuerda con el perfil del personaje. Más importante me parece su deseo, deliberado o no, de no permitir que el insoluble asunto de la conciencia colectiva que arrastran los alemanes se diluya con el paso del tiempo y la desaparición de sus protagonistas.

En el camping sobrevalorado en que se ha convertido la España vacacional, el llamamiento de Grass suena lejano. En parte porque todavía sufrimos el aislamiento en que nos sumió la guerra civil y el franquismo con respecto a Europa, y en parte porque este tipo de confesiones, en nuestro país, suelen ser de signo contrario: franquistas conspicuos alegan haber sido siempre luchadores de la libertad y reclaman los honores debidos. En resumidas cuentas, la pertinaz sequía moral, que agosta las conciencias.

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