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¿El siglo de Asia?

Desde hace cinco años, al abrigo del Festival de Salzburg, la Cancillería Federal de Austria y la Fundación Bertelsmann convocan un Triálogo, así llamado porque en torno a su mesa se sientan políticos, hombres de negocio y artistas para debatir, a puerta cerrada, relevantes cuestiones de actualidad.

Fui invitado al de este año y, bajo la personal dirección del canciller Wolfgang Schüssel, compartí discusión -y en la fresca noche salzburguesa, una excelente versión de Las bodas de Fígaro- con Pascal Lamy, Paul Kennedy, Mei Zharong, Peter Sutherland y Marc Minowski, entre otros.

El ejercicio intelectual del Triálogo de 2006 nos llevó a reflexionar sobre si el XXI sería el siglo de Asia. El equipo de la Fundación Bertelsmann, encabezado por su presidenta, Liz Mohn, había preparado un sugerente paper para encarrilar nuestros trabajos en el que, sustancialmente, al eufórico crecimiento de Asia se oponía la apatía de una Europa ahíta tras décadas de prosperidad, ensimismada en su espasmódica integración, hipotecada por un rampante envejecimiento vegetativo y encogida ante oleadas de emigraciones inquietantes.

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Es ese un planteamiento dialéctico que, en los últimos tiempos, disfruta de una cierta fortuna crítica en papeles, aulas e incluso consejos de administración. Con el desarrollo consolidado de Japón, Corea, Singapur o Taiwán, los espectaculares tirones de China o la India, el aparente conjuro de los males que llevaron a la crisis del 97, se está manifestando, entre los propios asiáticos, una ostensible generación de confianza. Y todo ello hace que miren a Europa como si fuera una vieja dama, digna -eso sí- pero con sus días contados; además de asustada por el rosario de prejuicios que la atenazan: las deslocalizaciones industriales, la invasión de textiles -por ejemplo- y otros productos elaborados a ínfimos costes, los métodos ilícitos en el uso de los copyrights o el descontrol de un medio ambiente que puede tener repercusiones globales.

Cierto es que, hoy por hoy, no hay otro sitio en el mundo como Asia, donde las cosas se mueven a una velocidad de vértigo. Pero contrapesar el desarrollo asiático con una cierta esclerotización de Europa tiene sus riesgos. Como dice un milenario refrán chino, "cada hogar tiene sus propios dolores de cabeza".

De entrada, es muy discutible suponer que mientras Asia adquiere más y más poder, en un mundo global, Europa lo pierda. Porque no está claro que el cupo de poder total del planeta sea n y no pueda ser n+x. Ni que, por ende, se contenga en un esquema de vasos comunicantes en los que, a base de presionar en la superficie de uno de ellos a la baja, se logre el alza de otro.

Al respecto, hay varias cuestiones que conviene considerar.

Por una parte, análisis como el de los vasos comunicantes responden a una óptica decimonónica, hoy totalmente periclitada. Y de ninguna manera podemos analizar qué nos deparará el siglo XXI, con parámetros del XX o, lo que es peor, del XIX.

Por otra, porque pese a todos los entusiasmos, hay muchos y graves aspectos domésticos que Asia todavía tiene que remozar para que, junto a su fulgurante desarrollo económico, concurran otros -desarrollo social, político y cultural- sin los que aquél, a la larga, no es sostenible.

Porque según cifras del Banco Mundial, en la actualidad Asia acumula el 70% de la pobreza del mundo, con 1.800 millones de personas viviendo por debajo de un euro y medio diario; haciendo que las diferencias entre pobres y ricos sean todavía más lacerantes. En Filipinas, por ejemplo, las quince familias más ricas controlan el 50% del PIB. Y revelador resulta también que la OMS, que maneja un índice de malnutrición denominado PEM (protein-energy malnutrition), sitúe a un 70% de los afectados en Asia.

Junto a ello, la corrupción. De los 160 países listados por Transparency Internacional, para medir su grado de corrupción a través de índices basados en las percepciones y experiencias de hombres de negocios y think-tanks, sólo dos países asiáticos están entre los veinte más limpios: Singapur y Hong-Kong, que, más que países, son ciudades-estado, para entendernos. La mayoría están, desgraciadamente, en las zonas más bajas del ranking.Añadamos la falta de democracia, la conculcación de derechos humanos, los graves problemas medioambientales y algo a lo que he aludido en otros artículos: una escasa voluntad de reconciliación regional que permita una cierta integración que vaya, cualitativamente, más allá de tejer una red de acuerdos de libre comercio que con frecuencia se compara al embrollo de una escudilla de espaguetis.

En definitiva, el XXI podría ser el siglo de Asia, si Asia se afana en quitarse de encima esas losas que pueden frenar su desarrollo.

Ante ello, ¿qué debe o qué puede hacer Europa?

Pues dar, lisa y llanamente, por bienvenido el desarrollo asiático, sin temores ni complejos. Porque si en términos políticos, ello supone la emergencia de un mundo multipolar, ésta es una fórmula que puede convenir a Europa que, en un marco de este tipo, puede jugar con mayor seguridad y obtener beneficios de su papel de socio totalmente fiable para la comunidad global.

En términos económicos, nada puede interesarnos más que el resto del mundo, encabezado por Asia, se desarrolle. Mejor siempre tener vecinos ricos que pobres. Y no sólo porque ello nos suponga la posibilidad de vender más productos o de mejor situar nuestras inversiones; sino porque el desarrollo conlleva competencia, y una sana competencia, bien balanceada con las pertinentes políticas sociales, siempre beneficia al ciudadano. Por supuesto, una competencia rigurosamente reglamentada, sin trampas ni tapujos, con la ley por encima de todo y de todos.

Pero, aun así, Europa debe hacer un esfuerzo para ahuyentar el eurocentrismo, ajustándose a la realidad cambiante sin pretender -inútilmente, por otra parte- que cambien los otros.

Europa tiene que ser, desde ahora, mucho más proactiva en Asia, no sólo pensando en ganar dinero, sino en cómo implicarse más en todos los sectores del desarrollo asiático; el educativo entre ellos, facilitando más becas, articulando erasmus euro-asiáticos, posibilitando más y mejores conexiones y alianzas -con sentido totalmente estratégico- entre sus sociedades civiles y las asiáticas.

En definitiva, Europa tiene que jugar un papel en Asia cimentado en una estrategia más sólida que la que ahora tenemos. No es suficiente con una cumbre euroasiática (ASEM) cada dos años, como la que se reunirá los próximos 10 y 11 de septiembre en Finlandia.

Pero, sobre todo, sin temer que el XXI sea el siglo de Asia, que ojalá así fuera, porque ello no tiene que ser nada malo para Europa que, como decía Paul Valéry, "no es más que un pequeño accidente geográfico en un rincón de ese inmenso continente que es Asia".

Delfín Colomé, embajador de España en Corea, fue director ejecutivo de la Asia-Europe Foundation.

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