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Columna
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Educación obligatoria

Ahora que los niños vuelven al colegio, descubro una propuesta de Agnès Catherine Poirier a propósito de las asignaturas que deberían enseñarse en las escuelas: matemáticas, fontanería y tres idiomas. Yo añadiría electricidad. Un alumno que siguiera este plan de estudios a lo largo de su educación obligatoria, es decir, hasta los 16 años, y guiado por sus maestros lo completara con charlas, viajes, excursiones, visitas interesantes y lecturas en los tres idiomas estudiados, adquiriría una formación superior a la de muchos cuarentones universitarios de ahora mismo.

El plan de cuatro ramas (de las matemáticas a las lenguas) se enseñaría envuelto en una asignatura práctica, invisible: el respeto al espacio de los demás. Cada alumno aprendería a tener en cuenta al prójimo, a no invadirlo. El último viernes de este agosto pasado, mes largo y mundialmente bélico, pero pacífico en el punto límite entre Málaga y Granada donde estoy, me despertaron unos estallidos. No eran disparos. Sólo eran explosiones festivas, inofensivas, fuegos de artificio, una feria o una gran fiesta, no lo sé.

Los lanzadores de cohetes ni siquiera se atuvieron a la hora simbólica de la medianoche, la de Cenicienta, los vampiros y los licántropos. Esperaron a la una de la madrugada. El que no se está divirtiendo a la una en la noche veraniega no existe o es un idiota adormilado que no merece ningún respeto. Y, a las siete menos cuarto de la mañana, en la plaza frente a la que duermo paró una tómbola o una caravana ferial, un coche musical exactamente, un simple utilitario retumbante y feroz que hacía temblar los cristales dobles, cerrados, de mi ventana. Esta alegría es normal en la zona: a cincuenta metros se levanta un cuartel de la Guardia Civil, pero ningún guardia acudió a sumarse a la diversión mañanera. Estamos acostumbrados a la fiesta.

Con la fontanería, las matemáticas, la electricidad y los tres idiomas nuestros niños deberían aprender que existen los demás y que quizá no disfruten con nuestra música. No es necesario que los obliguemos a oírla como los obligamos a oír nuestras conversaciones por teléfono móvil, a voces, en vagones y autobuses y bares y calles. No es que compartamos la vida con los demás. Es ensimismamiento catatónico: reducción a la inexistencia de todo el que no disfrute de nuestros cohetes, nuestros coches, nuestra música o nuestra conversación telefónica. Este ensimismamiento supone paradójicamente la desaparición de la intimidad, del espacio privado: vivimos en una cárcel que se extiende por calles, supermercados y otras clases de locales públicos, llena de presos con el torso desnudo, o en camiseta y bañador, todos agresivamente en ropa de patio.

El nuevo salvajismo coincide con un sistemático ataque a los árboles, tradicionalmente poco estimados en España, o eso decía, por ponerme poético, Antonio Machado, que veía en sus conciudadanos una manía insistente en talarlos, quemarlos y liquidarlos. La conversión de suelo público en propiedad privada inmobiliaria empieza por arrasar huertas y arboledas. Los olmos de los paseos se arrancan, y son sustituidos, si acaso, por palmeras rápidas, sin sombra. La palmera de nuestras calles es un signo más de los tiempos: una mezcla de impaciencia e indolencia, como me dijo un día el doctor Bentabol.

A Ovidio, otro poeta desterrado, el emperador lo mandó al Mar Negro, al último confín del mundo, donde el frío era vaporoso y el vino, congelado, no se bebía a sorbos, sino que se comía a trozos. Allí no había árboles, y Ovidio se quejaba de la bárbara esterilidad. El sitio donde yo vivo es fértil: siembras una semilla de limón y a las tres semanas tienes un incipiente arbolillo. Pero se va imponiendo una esterilidad militante, sin sombra que nos cobije, la aspereza doméstica de hablar a voces y bocinazos, o no hablar, al sol crudo o entre fuegos artificiales. (Alguna vez los niños estudiarán matemáticas, fontanería, electricidad y tres lenguas, incluida la propia, y repararán en que, aparte de uno mismo, existen otros habitantes en la tierra).

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