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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un adolescente en la Luna

Jordi Gracia

Esa densa lentitud hipnótica está hecha de piedad y escarcha sentimental, quebradiza al paso del esparto o las bestias, pero brillante y luminosa a la mirada de quien regresa de un larguísimo viaje al mundo ajeno y extraño, lejos de las hortalizas y los curas de la infancia, de las rutinas sin sentido y protectoras, de las (malas) costumbres dictadas en los refranes y las conversaciones calcadas un día y otro día. Al acecho de esa vida que es ya de otro se ha puesto Antonio Muñoz Molina para grabar un moroso homenaje de piedad por una vida de adolescente que vivió en la Luna, escapando en el cobijo de los libros y las fantasías, las novelas y las historias de viajeros, insolente sabelotodo incomprendido y querido por un padre hecho de manos grandes y hortalizas cultivadas, de madrugadas nocturnas y esfuerzos de animal de carga.

EL VIENTO DE LA LUNA

Antonio Muñoz Molina

Seix Barral. Barcelona, 2006

315 páginas. 20 euros

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Ese muchacho que vive en la novela el tránsito abrupto a la adolescencia está habitado ahora por un novelista con memoria y una ductilidad de prosa con ritmo estrictamente suyo, que atrapa en el detalle de los adjetivos y las aposiciones el olor del mundo ido y su tacto exacto, quizá incluso excesivamente hipnotizado él mismo por el afán de vitalizar el espacio sombrío de una casa pobre y acobardada, donde los días se achatan en las rutinas que sólo la resignación cristiana ennoblece voluntariosamente.

Los hombres pisaron la Luna mientras ese niño dejaba de serlo y vio cómo lo hacían por la televisión sin saber entonces que era él mismo quien allí andaba, suspenso y atónito, sin fuerza de gravedad ni capacidad de comprensión real de su espacio doméstico inmediato, vital. Aquella aridez inhóspita de Mágina regresa hoy en forma de espacio aprehendido sin rencor ni lamento: esa infancia suya de hortelanos y prejuicios es el paisaje de la Luna del que huía de chico con los libros que leía prestados de la biblioteca y al que regresa hoy, otra vez, por medio de los libros escritos.

No es la primera vez: en esta

novela, Mágina es más nítida y cruda, y recrea su mundo con menor complejidad tanto estructural como literaria, donde se abandonan posibilidades narrativas que anduvieron en otros libros suyos, El jinete polaco sobre todo, y abusa a veces de la alternancia entre la turbación biológica y ética del muchacho y la aventura de la nave Apolo en la órbita lunar. Pero el regreso del pasado es, como en el mejor Muñoz Molina, cálido y denso de conversaciones hurtadas a los adultos, cuando alguien recuerda por qué ese ciego de gafas grandes y oscuras vivió escondido como una alimaña, con el teléfono atronando la noche sin que nadie lo levante, sabedor de que el disparo de sal que lo dejó ciego es la antesala de una venganza mayor por las muertes firmadas a dos manos como juez militar después de la guerra.

Y con la memoria y aquel tiempo regresa la tía Lola y la certidumbre borrosa de una sexualidad de carne próxima que aún es infantil, traidora involuntaria de las fantasías del niño cuando su novio la arrebate en un revuelo de perfumes y faldas de colores en una casa sin colores, a lomos de una vespa que prueba definitivamente que Carlos es nombre de rico, porque no se llama Juan ni Antonio ni Pedro, y es además el aventurero que vende electrodomésticos a plazos y se enriquece con ese tráfico comercial que sacude de rencores la casa del niño.

Y también la guerra, que treinta años después, entre el 18 y el 21 de julio de 1969, celebra de nuevo su victoria con los telediarios pero sobre todo con la carcoma de la Iglesia y sus curas, con el acoso contra la razón científica y lúcida, con la incomprensión culpable de las poluciones nocturnas y la compulsiva culpa del sexo alertado por un muslo o por la regatera armada de Faye Dunaway (en Bonnie and Clyde). Y con la respuesta valiente, e inconcebible para el mismo muchacho, de excluirse, de quedarse para siempre en la Luna sin sentido de la vida y el mundo real frente a la mentira de Franco, de Dios y del miedo.

Edwin Aldrin, el 20 de julio de 1969, en la misión del 'Apolo 11', cuando el hombre pisó por primera vez la Luna.
Edwin Aldrin, el 20 de julio de 1969, en la misión del 'Apolo 11', cuando el hombre pisó por primera vez la Luna.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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