Una vida interior
Mascarell es uno de los municipios más singulares -y más secretos- del País Valenciano. En realidad, actualmente es una pedanía de Nules (Plana Baixa), aunque su origen histórico se remonta al tiempo en que Jaume I expulsó a los moros de Borriana, y estos se establecieron en la actual villa amurallada. Sus muros de mortero, a trozos mordidos por el tiempo y la voracidad vecinal, son únicos en todo el país, puesto que rodean por completo la población.
Entre estos muros, cuatrocientas almas viven la vida como se vivió secularmente, y aunque haya agua corriente, electricidad y móviles basta pasearse por sus calles un día de verano para darse cuenta de que hay algo en esta plaza que se ha conservado intacto desde una época indeterminada, más acá del diluvio pero no mucho más allá de los vestigios feudales.
Mascarell deberia ser conocido en nuestros días gracias al poeta González Clofent
Uno espera en cualquier momento ver salir de la iglesia a un cura enarbolando un santocristo macizo, y capitanear de esta guisa a todo un pueblo en procesión para ahuyentar la peste o cualquier otra plaga bíblica. Como abonando esta hipótesis, hay santos en hornacinas adosados a las murallas achicharrándose bajo el estío mediterráneo, y todas las calles, casi sin excepción, tienen denominaciones pías.
En un sitio como éste, sólo es imaginable un cambio de vida si se abandona el mundo, lisa y llanamente. Quizá por eso el nuevo cementerio, a unos metros del Portal de l'Horta, parezca un lugar mucho más aireado, espacioso y alegre que el propio pueblo. Hay que desear morirse, hay que imaginarse habitando este moderno camposanto rodeado de adelfas y perfumado en primavera por la flor del azahar para abandonar rotundamente la personalidad férrea de la villa amurallada, la austera vida interior de un vestigio estrictamente medieval.
Para ser justos, Mascarell debería ser conocido en nuestros días gracias a quien sin duda es su vecino más ilustre. Me refiero, por supuesto, al poeta Josep González Clofent, nacido en la calle San Roque y que, aunque abominó en su tiempo de su lugar de nacimiento (como todos los jóvenes), hoy lo añora desde su exilio dorado, y le fabula versos tocados por la nostalgia.
He de reconocer que, cuando conocí a Josep, nunca relacioné su físico con nada que tuviera una trastienda lírica. Y sin embargo ahí está su obra, el desengaño experiencial tocado de una fina ironía en Per amor a l'art (1989), la sabia conjunción de trascendencia y sarcasmo en Indicis d'una cosmogonia (1994) y sobre todo los versos eliotianos precipitados en Regla de tres (2005), el único de sus libros que aún puede encontrarse, con suerte, en las librerías.
En realidad, a Josep González Clofent no lo conoce casi nadie, como casi nadie conoce Mascarell. Y diré más: casi nadie en Mascarell conoce los versos de González, ni se acuerda de sus correrías por el laberinto de callejas. Esos prodigios de interior viven recluidos y así tejen su propia leyenda, como si el aire exterior acelerara su oxidación y pusiera en peligro su supervivencia.
Agosto es un buen tiempo para acercarse a Mascarell: todo en el pueblo está detenido, como esperando el regreso de algún poderoso Señor.
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