Sangre azul y disfunciones
¿Se puede ser marido de reina y distraer abundantes cantidades de dinero? ¿Cabe pensar que a algunos miembros de casas reales se les va la mano con soltura porque la sangre azul les impide ponerse colorados? ¿El calor ataca también las cabezas de los altos mandatarios?
Si acabamos de vivir el caso de Víctor Manuel de Saboya y sus capacidades mangantes de diversa índole, en los días que aquí rememoramos teníamos al príncipe Bernardo de Holanda, marido de la reina Juliana, acusado de estar implicado en los sobornos de la compañía aeronáutica Lockheed, y contábamos en la primera página que había dimitido de todos sus cargos oficiales, entre ellos del de inspector general de las Fuerzas Armadas.
Se había abierto una investigación y sus resultados no implicaban directamente al príncipe, pero señalaban que "se mostró accesible a propuestas inaceptables", y criticaban "en términos severos, las relaciones del consorte real holandés con financieros extranjeros de dudosa trayectoria". Luego se le acusó de haber aceptado un millón de dólares. Una vez más, las malas compañías, que no respetan ni a lo más sagrado.
La reina Juliana había tenido que interrumpir dos veces sus vacaciones en Italia en una semana para hacer frente al marrón que se le presentaba, dado que estaba casada con el de las propuestas inaceptables, y se reunió en secreto con el primer ministro, después de lo cual aceptó todas las dimisiones del príncipe Bernardo y dijo que si había que irse del trono, pues se iba. El Parlamento no se lo permitió, y sus miembros se quedaron pensando que la próxima vez mirara con quién se casaba.
En las páginas de Internacional, un titular reflejaba los estragos de las altas temperaturas: "El presidente Sadat se cree elegido por el Destino". Era agosto, y el calor en Egipto, de órdago, con lo que incluso los presidentes podían tener disfunciones.
Sadat había afirmado: "El Destino quiere que continúe", al aceptar la proclamación de su candidatura para un nuevo mandato de seis años, votada unánimemente por el Parlamento. De tanta unanimidad a la búlgara, el presidente egipcio dedujo que los hados estaban de por medio, y, aunque había dicho que no repetiría, siguió en la brecha. Cinco años más tarde, moriría asesinado durante un desfile, por disparos de radicales islamistas de su propio Ejército. El Destino se le había torcido.
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