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Crónica:CARTA DESDE O MORRAZO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Incendios, loros y piscinas

No arde el mar en O Morrazo. Tampoco arden los libros. Sí ardieron algunos montes. Extrañas lumes que causaron el terror durante unos días en este finisterre. Aquí dónde el mundo se llama El Morrazo.

Esta vez no parece que la causa sea exclusivamente por esas razones que el sagaz Isaac Díaz Pardo -fundador de Sargadelos y de Ediciones do Castro y al que algunos pretenden jubilar sin dejarle seguir ni de templagaitas, sólo por haber cumplido 86 memoriosos y lúcidos años- explicaba hace tiempo: Galicia se quema por culpa de la especulación. Al haber repoblado y abandonado las tierras de labor con eucaliptos dónde crece el tojo, se permite que sus montes sean fácil pasto de las llamas. Se quejaba Díaz Pardo que al lado de la especulación crece la arquitectura hortera, la destrucción del paisaje y la huida del paisanaje que ya no puede subsistir de unos campos, unas huertas y un sistema que ya no existe. El verano sigue, el fuego se apaga, la vida sigue aunque nada tenga que ver con aquella canción de un gallego por parte de padre.

No es fácil incorporarte a los efectos del festivo Ribeiro cuando acabas de hablar con Kofi Annan

Un gallego por parte de padre, sin relación con el cantante, es Santiago Castroviejo, científico, biólogo y veraneante en la hermosa, aunque desconocida, Ría de Aldán. Uno de los pulmones de El Morrazo. Ría tan bella como amenazada por peligros de especulación. Santiago Castroviejo, uno de los hijos de José María Castroviejo -el recordado escritor, y Guarda Mayor Honorario de Pesca Fluvial y Caza del Reino de Galicia, íntimo amigo de Álvaro Cunqueiro, gran escritor y maestro en el arte del buen vivir y mejor mentir- nos había invitado a una comida en su lugar de Menduiña.

Varios motivos para el encuentro. La reedición del mítico libro de José María Castroviejo y Álvaro Cunqueiro, Teatro venatorio y coquinario gallego -el más hermoso libro de gastrosofía gallega jamás escrito- y el regreso momentáneo a sus convulsas vacaciones de uno de los ilustres veraneantes de la zona, Javier Solana, que no tardó en regresar a Bruselas. El más internacional de los políticos españoles, el responsable de la política exterior de la comunidad europea, regresaba a su lugar de vacaciones después de haber pasado por otros fuegos mucho más mortales, por los fuegos de la guerra del Líbano. Solana regresaba de Beirut. Mientras nosotros seguíamos hablando de Günter Grass, del refinamiento poético de Alfonso Guerra o de las espantás de los Rolling, Solana tenía que levantarse y hablar de otras realidades. No es fácil incorporarte a los efectos del festivo Ribeiro cuando acabas de hablar con Koffi Anan sobre el papel de la comunidad internacional en una guerra tan real, con tantos fuegos.

De repente, los loros de Castroviejo, esos loros que nos recuerdan al cuadro del regreso del indiano, ese que pintó Castelao, un gallego que no pudo regresar, comenzaron su particular charla. Hablaban, saludaban, insultaban y reían. Sobre todo les dio la risa cuando alguien hablaba de Seseña, ese pueblo de la provincia de Toledo les hacía partirse de risa a los loros. Decir Seseña, y los loros se reían. Claro que alguien dijo un apellido, uno muy común, y una piscina que había conseguido la portada de un periódico, y los loros se tronchaban. ¡Qué raros son los loros! Al menos los loros de Castroviejo. Parecen los loros de Flaubert.

Javier Solana, este verano, con dos loros al hombro.
Javier Solana, este verano, con dos loros al hombro.J. R.

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