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El viejo que quería matar a todos los lagartos

Manuel Rivas

Una muchacha de Xaviña, en la Costa da Morte, me cuenta algo que yo no sabía sobre el fuego. Que el fuego puede viajar bajo tierra, utilizando como una mecha lenta la raíz seca o muerta de un árbol. De tal manera que tú te crees a salvo del incendio, a una distancia de seguridad, mientras el fuego avanza silencioso bajo tus pies como un topo incandescente. Y, de repente, encuentra una conexión todavía más seca que lo lleva a la superficie, donde brota y se aviva como una tea. Aquí, a tu lado. El bosque en llamas rodeó las casas e hizo estallar los cristales de las ventanas. La chica que me habla del fuego que corre bajo tierra ha llevado a los niños al mar para que olviden el humo de la pesadilla, después de noches en vela.

Si hay un gran pintor de incendios es Jeroen van Aken, conocido por El Bosco. Su aldea natal, S-Hertogenbosch, en Brabante, fue arrasada por el fuego la noche del 13 de junio de 1463, y esa estampa infernal resurgiría una y otra vez en las telas del pintor. Hay un incendio en el Tríptico de las tentaciones (1505-1506) conservado en el Museu Nacional da Arte Antiga de Lisboa, que parece un recuerdo del fuego de este verano. No lo puedo remediar. La visión de El Bosco casi siempre me lleva a Galicia. En sus trípticos, los dos cuerpos laterales suelen ofrecer un contraste total. Por un lado, el Jardín de las Delicias o el Paraíso. Por otro, visiones apocalípticas alrededor del Juicio Final y lo que él llamaba Construcciones Infernales. ¿Qué sucede en un tríptico cuando cierras los dos cuerpos laterales y todo queda fundido en la oscuridad? El Bosco tenía 13 años cuando ardió su aldea de Brabante. Una muchacha de esa edad, en Galicia, habrá asistido, en el primer lustro del siglo XXI, a tres pestes que llevan el sello de pesadillas medieval-futuristas: las vacas locas, las mareas negras (la última, el Prestige) y los incendios forestales. Es curioso. Castelao, en el libro de cabecera del galleguismo, Sempre en Galiza, escrito en el exilio, habla de preservar, con valor estratégico, en clave de panteísmo económico, lo que llama la Santísima Trinidad gallega: la vaca, el pez y el árbol.

Esa muchacha gallega, de la edad de El Bosco, que ha mirado de frente al fuego, no vive en un país extraño ni en uno de los planetas recién incorporados al sistema solar. Al contrario. Vive en el centro de la modernidad, en un cuadro mixto de fuego y delicias, de oasis y desolación, zurcido por ese hilo improvisado que un día llaman crisis y otro crecimiento. Vive en primera línea de la "sociedad de riesgo". Y en ese lugar, frente al desorden del capitalismo impaciente, el espacio de lo público, de lo comunitario, adquiere un valor preeminente. La vieja política va quedando reducida a un ruido sectario. Cuando se habla de prevención, y todos lo hacen estos días, en el fondo se habla de auténtica política. Y eso requiere, como pedía en el arte Caravaggio, valentuomi. Políticos con coraje para no plegarse a intereses y caprichos particulares. Cambiar el demencial modelo de repoblación forestal, que ha hecho de una parte de Galicia, con influencia del cambio climático, un polvorín de leña. Ordenar el territorio, frenar el desastre urbanístico. Para empezar, y sin esperar al año próximo, crear perímetros de seguridad en torno a las zonas habitadas. Y, desde luego, revalorizar la vida en el medio rural, pues el mejor aliado del fuego es el vacío. Pero ese requiere, en su mejor sentido, urbanizar el campo. Fue Castelao precisamente el que formuló una utopía posible y sencilla para esta parte de la Tierra: Galicia como una ciudad-jardín. No hay ningún estigma diabólico que lo impida. Lo más importante, después del desastre, esel cambio copernicano que se manifiesta en la conciencia social. Abrir de nuevo el tríptico y, con tenacidad, hacer desaparecer, en todo lo posible, las causas de las llamas. Las causas inmediatas y las de fondo.

Con la lluvia, la tierra quemada huele a sándalo. Es una lluvia calma, como una neblina funeraria del Ganges. Vamos de Santiago a Pontevedra. Todos los bosques que bordean la autopista están quemados. Como el entorno de los aeropuertos y de las ciudades de Vigo, Pontevedra y Santiago. Como los bosques que rodean los cámpings de la Costa da Morte, hasta entonces al completo de visitantes (por fin, después del chapapote). Murmuro: El viejo que quería matar a todos los lagartos.

La persona que me acompaña me mira con extrañeza: ¿De quién hablas?

Hace unos años, Umberto Eco escribió que en caso de incendio lo único que cabía hacer era llamar cuanto antes a los bomberos. Era una referencia irónica a la utilidad de los llamados intelectuales, a su derecho y deber de intervención. "El primer deber de los intelectuales: callarse cuando no sirven para nada". No tengo a mano el texto, pero creo recordar que el título jugaba con la confusión entre las luces y las cerillas de Minerva, que además de la diosa romana identificada con Palas Atenea es el nombre de una marca comercial de fósforos. Con no menos ironía, le contestó Antonio Tabucchi en La gastritis de Platón. Venía a decir: "Además de llamar a los bomberos, no está de más preguntarse por qué se ha quemado tu casa".

¿Quién quema el monte?, se decía en un antiguo anuncio de televisión.

Y la clientela contestaba al unísono en la taberna: ¡Roquiño de Gema!

Todos sabían quién quemaba el monte. Era un viejo chalado. Tenía manía a los lagartos. Quería matar a todos los lagartos.

Algunos políticos de la derecha y columnistas carnívoros de la mal llamada prensa conservadora han pasado estos días del pulpo á feira a la degustación del churrasco de escritor gallego á grella. Una involución gastronómica. Y todo por hacernos las preguntas clásicas del thriller: ¿Quiénes han sido? ¿A quiénes beneficia quemar el propio país? Confieso que pregunto por fastidiar. No busquen intereses ni motivaciones. Yo ya conozco el autor de la quema de ochenta mil hectáreas en doce días. Ha sido el viejo que quería matar a todos los lagartos.

Manuel Rivas es escritor.

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