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NARRATIVA

Los zapatos rojos

Bueno, pues había una mujer blanca. Resulta que era nuestra maestra. Estaba casada con el comisario del distrito. Yo creo que daba clases, ¿sabes?, para estar ocupada en algo. Además de las cosas de la casa, no había mucho más que hacer. Muchos de aquellos tipos no venían con sus esposas, o tal vez ellas no deseaban venir, o, en caso de hacerlo, se volvían medio locas y tenían que regresar a sus casas. Sucedió más de una vez.

En una ocasión, cuando yo aún era pequeña, invitaron a un comisario del distrito a asistir a una palava de los jefes de las tribus. Fue una gran ocasión; los jefes de las tribus viajaron desde muchos kilómetros a la redonda. Tenían que discutir a fondo un asunto de importancia relacionado con las tierras, que requería la aprobación del comisario. Este hombre decidió ir con su esposa; pretendía que el viaje fuera un entretenimiento para ella, que acababa de llegar al país. En aquel entonces yo era una joven iniciada, y nuestro grupo de danza fue el encargado de inaugurar la sesión.

Los hombres hablaron durante horas. Ya se sabe cómo son estas cosas. Mientras hablaban, yo no perdí de vista a la mujer. Estaba sentada con las manos en el regazo
Los domingos eran los únicos días en que se nos permitía ir calzadas en la escuela. Entre un domingo y otro estuve practicando, hasta casi ser la mejor de la escuela
Cuando hablabas te pedía que mirases a la cara de la otra persona, lo cual me causó un contratiempo con mi abuela, que me soltó un tortazo por ser tan descarada
Yo nunca en la vida había tenido un par de zapatos, y tampoco conocía a nadie que los tuviera, aunque mi abuela bordaba chinelas para las mujeres que se iban a casar

Los hombres hablaron durante horas. Ya se sabe cómo son estas cosas. Mientras hablaban, yo no perdí de vista a la mujer. Estaba sentada con las manos en el regazo. La mirada se le iba de una cara a otra, y sólo permanecía un momento en cada una de ellas, como un ave que aletea entre los árboles. A juzgar por su expresión, cualquiera diría que estaba prestando una atención enorme, aunque todo lo que se dijera debía de resultarle totalmente incomprensible. Los propios jefes tuvieron que recurrir a unos intérpretes para entenderse los unos a los otros. El tiempo pasaba despacio. Pero a la mujer no se le ponía la cara colorada por culpa del calor. Estaba cada vez más pálida. Tragaba, tragaba saliva todo el tiempo, mirando hacia donde se encontraba su marido. Él estaba de espaldas a ella; atendía con gran interés a todo lo que su mensajero e intérprete le susurraba al oído. No podía verla a ella. Yo sí veía sus párpados aletear como las alas de un polluelo, con los ojos en blanco como si tratara de ver lo que tuviera dentro de la cabeza.

¡Catacrás! Se cayó de la silla.

Con el batacazo se hizo el silencio. Los jefes, los pa'm'sum y todo el mundo fueron corriendo adonde estaba ella. Los jefes comenzaron a abanicarla con sus matamoscas. La mujer les tiró algún que otro manotazo. Yo la oí chillar. Cuanta más ayuda intentaban prestarle, más sollozaba ella y más retrocedía y la rechazaba, aferrándose a su bolso como si con él pudiera defenderse. Al final, el marido logró sosegarla y se la llevó de allí rodeándola con el brazo por los hombros. Hubo que suspender la palava y convocarla en otro momento. Más adelante, el mensajero volvió para explicar que la mujer había contraído la malaria. En cambio, los que estuvieron cerca y vieron bien lo que ocurrió dijeron que ella había tomado la resolución de que todos nosotros éramos caníbales. Todos y cada uno de nosotros. Y los jefes, en sus lenguas retorcidas, en realidad estaban discutiendo cuál era la mejor manera de matarla.

Nuestra profesora, la señora Silk, no era una mujer de esta clase. Ni mucho menos. De entrada, tenía una particular manera de mirarte, siempre directa y a los ojos. Y cuando hablabas te pedía que mirases a la cara de la otra persona, lo cual me causó un contratiempo una vez con mi abuela, que me soltó un tortazo por ser tan descarada. En cambio, cuando hablabas con la señora Silk veías la forma en que te miraba, sonreía y asentía, y te sentías bien por dentro, como si lo que estuvieras diciendo fuera algo de veras interesante. Así aprendí a bajar la mirada y no levantarla de los pies de mi abuela, mientras que siempre miraba a los ojos a la señora Silk.

Todas las mañanas llegaba la señora Silk a la escuela en el coche de su marido, y todas las mañanas nos apiñábamos en las ventanas para verla llegar. La señora Silk iba en su asiento, y no hacía el menor gesto por bajar del coche. Su marido bajaba por su portezuela y daba la vuelta por delante para abrirle la suya. Y entonces la besaba.

¡La besaba!

¡En los labios!

¡Tal cual!

¡Delante de todos nosotros!

Gritábamos y nos agazapábamos deprisa, para que no nos vieran, antes de que mirasen hacia las ventanas.

¿Qué pensábamos nosotros? Pensábamos: qué par de sinvergüenzas. ¡Qué manera de comportarse en público! Pero yo en secreto tenía otro pensamiento, y creo que eso mismo pensaban algunas de las chicas. Cuánto tenía que amar ese hombre a su mujer para actuar de esa manera. Desde luego, la señora Silk tenía muchísima suerte. ¡Ah, y también rezaba yo para que un día tuviese un marido que me amara de ese mismo modo!

Nos empolvábamos la cara con polvo de tiza. Para rebajar el brillo. Colábamos de contrabando peines, cepillos y tenacillas, y nos peinábamos unas a otras en el dormitorio común, por la noche. Me extraña que a las profesoras no les llamara nunca la atención el modo en que aparecíamos un día con el cabello rizado y, al siguiente, con el cabello liso.

Hannah Williams fue una de las primeras que tuvo unos zapatos. Apareció con ellos después de haber pasado unos días en la ciudad, con su padre, que era criollo y tenía un trabajo en las oficinas del Gobierno. Yo nunca en la vida había tenido un par de zapatos, y tampoco conocía a nadie que los tuviera, aunque mi abuela bordaba chinelas para las mujeres que se iban a casar. Eran muy frágiles, las suelas estaban hechas de lienzo. Al final del día estaban echadas a perder sin remedio.

Todas queríamos probarnos los zapatos de Hannah. Cuando caía la noche, los sacaba del armario y nos turnábamos para ponérnoslos y caminar entre las literas. Una de las chicas andaba igual que un pato, otra se cayó de bruces al suelo. Todas jaleaban a las que sabían andar bien. Mi turno fue de los primeros, porque yo estaba en el grupo de las amigas de Hannah. Me calcé los zapatos.

¡La i la!

Me sentí como si estuviera metida en el fango, en el lecho del río, hasta los tobillos. No podía flexionar los pies. Era como si un gran peso descansara sobre cada uno de ellos. A duras penas conseguía levantarlos del suelo y volver a ponerlos en él. Sin embargo, te aseguro que cuando oí que todas me jaleaban, yo sonreía como una boba.

El dormitorio tenía el suelo de tarima, y los zapatos de Hannah hacían un ruido estrepitoso. Por los pasillos de la escuela, los tacones de la señora Silk jalonaban su avance hacia el aula. Se la oía girar allí donde el pasillo se dividía. Kop, kap. Giro. Kop, kap. Un día atravesé todo el recinto con los zapatos de Hannah y fui caminando con ellos por el pasillo de la escuela, por ver si era capaz de hacer el mismo ruido, pero no me salía ni parecido. Hannah se enfadó conmigo por haber salido fuera con sus zapatos.

Tenía unas ganas locas de tener unos zapatos que fueran míos de verdad. Para entonces pasaba las vacaciones escolares con mi abuela, en el pueblo, en la casa que en tiempos nos había parecido la casa de los mimos. Se lo tuve que suplicar. Me presté voluntaria a hacer todos los recados y todas las tareas que ella quisiera encargarme, y cuando terminaba me inventaba otros encargos. Encalé las piedras que formaban el perímetro de nuestra propiedad. Llegué a enjabonar y aclarar a la cabra. Pues ni por ésas. No hubo suerte; no hizo ni caso de todos mis esfuerzos. Un buen día, cuando ya estaba a punto de darlo por perdido, me dijo: "Lávate la cara y acéitate las piernas. Makone. Vamos al pueblo".

Había dos zapaterías en las que vendían zapatos para chicas, y eran de dos estilos distintos. Estaba la zapatería Bata, en la calle Mayor, cerca de la comisaría de policía. Más abajo, en la misma calle, pasado el almacén donde había un cartel que anunciaba margarina Blue Band, estaba la tienda en donde vendían zapatos Clarks. Yo sabía lo que quería: quería unos zapatos Clarks. No es que uno y otro estilo fueran muy distintos, pero los Clarks eran de color mantequilla y eran suaves como la piel. Los Bata estaban hechos de un cuero de peor calidad, eran oscuros, más duros. Hannah Williams tenía unos Clarks.

Los Clarks: una libra, dieciocho chelines y seis peniques.

Los Bata: una libra y quince chelines.

Me acuerdo de los precios con toda exactitud.

Fuimos a la zapatería Bata.

Pues resulta que yo no quería esos zapatos. No los quería ni ver. Por eso dije que no me quedaban bien, que me hacían daño. Junté un pie con otro y me puse a caminar como un cuervo. Fui dando saltitos, como si me quemara el suelo. La vendedora frunció el ceño, torció el gesto, sacó la barbilla. Me apretó en las punteras con los dedos, midiéndome los pies por segunda vez. A lo largo, a lo ancho. Trajo otro par, y aún un tercero. No hubo suerte. Al cabo de un rato retrocedió y se encogió de hombros volviéndose hacia mi abuela.

-Cuando los haya usado un poco, el cuero se ablandará, claro.

¡Hali!

¿Quieres saber qué hice? Me tiré al suelo y me eché a llorar. ¿Quieres saber qué más? Le rogué a mi abuela, le supliqué que me llevase a la tienda donde vendían zapatos Clarks. Mi abuela era una mujer severa. En el mercado, me mandaba a cada uno de los puestos a preguntar cuál era el mejor precio que le podían ofrecer. Una, dos veces. Los tenderos se quejaban, decían que apenas ganaban nada, pero siempre terminaban por bajar el precio. Sólo después de la tercera visita se acercaba ella al puesto, saludaba al tendero y yo observaba cómo le envolvían sus compras.

Pero la zapatería Bata era una tienda con dependientas y con un ventilador en el techo.

Cedió tan rápido que me sorprendí. Se me secaron las lágrimas en la cara. Y cuando fuimos caminando a la zapatería Clarks me agarró del brazo con tantísima fuerza que noté cómo se me aplastaban las carnes entre sus dedos.

Dentro de la tienda, me aterrorizó pensar que mi abuela pudiera cambiar de opinión. Por eso comprimí el pie para que me cupiera en el primer par de zapatos Clarks que me dieron a probarme, y me incorporé de un salto. Eché a caminar como si fuera un soldado en un desfile. Mi abuela ordenó que me los envolvieran. Pagó y fuimos hacia la puerta. Me coloqué los zapatos nuevos debajo del brazo y así me los llevé a casa. Procuré que no se me notase en la cara, procuré no hacer nada que pudiera molestar a mi abuela, y procuré sobre todo no pensar en cómo me apretaban los zapatos en el empeine, en cómo notaba la puntera con los dedos.

¡Dios del cielo! Aquellos zapatos me hicieron la vida imposible. Sólo con ponérmelos un rato por la tarde me quedaba cojeando y dolorida.

Por eso se los presté a la chica que echaba una mano en la cocina. Tenía unos pies anchos, fuertes, pies de plantadora de arroz. Parte de su trabajo consistía en lavarnos; nos restregaba las manos y las plantas de los pies con un jabón azul y con el mismo cepillo con que fregaba el suelo y las paredes. Era una chica muy callada, resuelta, casi imposible de complacer. Se tomó como un favor especial el que yo le prestara los zapatos. Cuando volví a guardarlos en la caja, lista para volver a la escuela, eran de una talla más grande.

Los domingos eran los únicos días en que se nos permitía ir calzadas en la escuela. Entre un domingo y otro estuve practicando, hasta ser casi la mejor de la escuela. Al final del trimestre los pies me habían crecido de manera que ya no me cabían en los zapatos, pero aún seguí poniéndomelos durante cuatro meses más, hasta que estuve dispuesta a renunciar a ellos. Sabía que no iba a tener otro par muy pronto. Aprendí a aguantar el dolor.

ZITA

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