La mujer del Este
Hace poco me llamaron la atención unas estadísticas de las Naciones Unidas que mostraban que, en los países ex comunistas de la Europa Central y del Este, el porcentaje de mujeres que participan en la actividad económica es superior al de los países occidentales. Según la ONU, un 43% de españolas y un 49% de alemanas forman parte de la actividad económica de sus países, mientras que las mujeres del Este las superan con un 51%, en el de las checas, y un 59%, en el caso de las rusas. Y mientras que un 16,3% de las españolas y un 21% de las francesas trabajan a tiempo parcial, sólo un 4% de las húngaras y un 2,3% de las eslovacas se dedican a esa clase de trabajos. Las mujeres del Este, pues, trabajan más a jornada completa, en porcentajes similares a los de los hombres en los países occidentales.
¿Cuáles son las causas de esa mayor involucración en el trabajo de la mujer de los países del Este? ¿Qué ocurrió en sus estructuras familiares para que se llegara a esta situación? Las estadísticas no nos sirven de nada si no alcanzamos a ver la realidad humana que hay detrás. Por ello, al reflexionar sobre las posibles causas de esos resultados estadísticos, comprendí que era necesario buscarlas en la historia reciente de esos países.
La historia de Ludmila y Frantisek, personas que actualmente viven en Praga, es representativa de lo que ocurría en los tiempos del totalitarismo y de lo que sigue ocurriendo aún hoy. En la era comunista, Ludmila era maestra de dibujo en una escuela pública; su marido, ebanista en una empresa estatal. El sueldo de ambos apenas les alcanzaba para llegar a fin de mes. En sus trabajos no se esperaba de ellos resultados brillantes ni mucho menos que tomaran decisiones o demostraran alguna clase de iniciativa porque el conjunto de sus colegas, poco motivados por sus jefes y acomodados en el desencanto general, les hubieran reprochado su insolidaridad por querer destacar en vez de desaparecer en la mediocridad general. Aquellos eran los tiempos en que reinaba un ambiente de hostilidad generalizada: el odio de clase se aprendía en el colegio como la esencia misma del marxismo-leninismo y no tardó en convertirse en odio general. En ese ambiente, Frantisek se derrumbó pocos años después de casado; cada tarde durante horas se refugiaba en la taberna de su barrio a tomar interminables jarras de cerveza con otros hombres hundidos en la frustración y la apatía como él. En cambio, Ludmila aprendió a convivir con su trabajo, arrojándose luego a la esfera doméstica. Abrumado por encontrarse en un segundo término, Frantisek solía ridiculizar muchas de las decisiones y actitudes de su mujer, quien a su vez pasaba por alto los sarcasmos y las burlas fruto de la frustración de su esposo. Frantisek encontró otro refugio que, a la vez, fue uno de los pocos campos en que estaba permitido mostrar iniciativa: las relaciones extramatrimoniales.
Tras la caída del comunismo, el matrimonio se vio obligado a cambiar la base de su existencia. Para ganarse la vida en las nuevas condiciones de competencia, que trajo el mercado libre, Ludmila se recicló: aprendió un nuevo oficio relacionado con el suyo. Hoy es una reconocida restauradora y, además, dirige su propia galería de arte. Su marido no prosperó, de modo que hoy trabaja como ayudante de su mujer. Evidentemente es Ludmila quien lidera a la familia que hoy en día es capaz de ofrecerse una vida acomodada.
Esta ejemplar historia real demuestra que durante el totalitarismo las mujeres se acostumbraron a desempeñar en la sociedad y en la familia un papel activo. En este sentido, hay un aspecto constitutivo del sistema comunista que me parece esencial: el hecho de que no premiara las iniciativas individuales y cortara de raíz cualquier proyecto de desarrollo personal afectó más a los hombres, educados para cargar en exclusiva con el progreso propio y el de sus familias. El hombre, formado en el concepto de pater familiae propio del mundo burgués del imperio austrohúngaro como punto de referencia, sufrió más que la mujer la desorientación. Fueron muchos los hombres que se derrumbaron, mientras que las mujeres, acostumbradas desde siempre a decidir y batallar, han tomado en sus manos tanto la iniciativa profesional como las riendas de la casa. Evidentemente, eso conlleva que la mujer tiene una triple jornada laboral: la profesional, la de madre y la de ama de casa.
Todo eso se ha hecho mucho más patente en Rusia, donde el totalitarismo duró dos veces más que en la Europa Central. En cuanto a Rusia, la periodista Anna Politkovskaya (en su libro La Rusia de Putin, editado por Debate) mantiene que "cuando llegaron los tiempos nuevos, las mujeres se convirtieron en la fuerza impulsora, se dedicaron a los negocios, se divorciaron de sus maridos". Muchos hombres emigraron para siempre, afirma Politkovskaya; muchos, disgustados de sí mismos, se entregaron a la bebida y a la droga.
Sin haberlo buscado, el totalitarismo curiosamente mutiló al hombre y aniquiló el concepto de pater familiae, formando a una mujer activa, emprendedora y dinámica que participa hoy plenamente del resurgir económico de sus países. El flujo de los profesionales de la Europa Central, que ya está en su auge en algunos países occidentales, y en España también acaba de empezar, trae consigo a un importante número de mujeres profesionales -médicas, dentistas, ingenieras y técnicas- que participan activamente en el desarrollo económico y social de los países que los acogen.
Monika Zgustova es escritora; su última novela es La mujer silenciosa (Acantilado).
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