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Reportaje:MARRUECOS / 1 | CRÓNICAS DE LA VIDA

Una amabilidad antigua

Hanifa tiene un pretendiente que, además de celoso, es policía. Le ha contado que cuando un forastero se registra en un hotel de Oujda, circunstancia no demasiado frecuente, enseguida es controlado por agentes de la secreta que elaboran un minucioso informe sobre él: adónde va y con quién, a quién llama y para qué. Hanifa se malicia que su enamorado le ha contado esa batalla para evitar que ella, de natural extrovertida, se relacione con extraños. "De todas formas", dice sonriendo la muchacha mientras merienda sardinas sobre papel de estraza en un zoco de la frontera con Argelia, "mañana sabremos si es verdad".

La ciudad marroquí de Oujda no tiene mar, pero los vecinos llaman así -"el mar de Oujda"- a una fuente grande con el fondo pintado de azul donde los niños juegan sin peligro de ahogarse. Las autoridades municipales sólo tienen a bien llenarla en fechas muy señaladas o cuando algún personaje principal visita la ciudad. El inconveniente está en que Oujda -que se pronuncia Usssda, poniendo mucho énfasis en las eses- no pasa por el mejor momento de su historia. La razón de ser de esta ciudad siempre fue su emplazamiento. Situada en el eje principal que une Marruecos con el resto del norte de África, por aquí entraron sin pedir permiso los romanos, los almohades, los otomanos de Argel, los franceses del protectorado y, ya de forma pacífica, los comerciantes argelinos que venían para abastecerse de todo lo que aún no había en su país. Pero van a cumplirse 11 años desde que se cerró la frontera y los vecinos de Oujda siguen plantados al pie de un camino que no lleva a ninguna parte, tan desubicados como los de un pueblo costero al que le desapareciera el mar.

Una chica entra al baño con una chilaba. Cuando sale lo hace con una ropa llamativa y escueta
El 83% de los estudiantes de bachillerato desean irse de Marruecos, su país

De ahí que no parezca Oujda un mal sitio para emprender un viaje por el Marruecos que apenas sale en las guías -la Lonely Planet le dedica cuatro páginas y media frente a las 27 de Marraquech- ni frecuentan los turistas. Y una forma de hacerlo, quizá la mejor para pegar la hebra con los súbditos de Mohamed IV, es en ferrocarril, partiendo de la orilla pobre del Mediterráneo, atravesando la ruta de los antiguos invasores, pernoctando en la desconocida Taza y no haciéndolo en la bulliciosa Fez, desembocando junto al Atlántico en un Marruecos muy distinto al de la partida, el de la sofisticada Corniche de Casablanca, pero no sin antes apearse en Temara, al pie de Rabat, para quedarse atrapado en la sonrisa de Fátima, habitante de las chabolas.

-Eh, amigo, ¿te acuerdas de mí?

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Es imposible, aunque muy tentador y demasiado frecuente, ponerle la etiqueta a un país y a quienes en él viven después de un viaje de ocho días y siete noches. Aun vacunados con esa premisa, lo primero que llama la atención al adentrarse en Marruecos -al menos en esta zona del país donde el turismo y sus expectativas no han propiciado el oficio de cazarrecompensas- es la amabilidad incondicional de la gente, una amabilidad que al viajero que llega de España le suena a antigua y a rural, porque al menos en nuestras ciudades ya hace tiempo que cayó en desuso, herida por la prisa y rematada por la desconfianza. Así que no parece descabellado asegurar -ya empieza a fallar la vacuna- que éste es un país ideal para un viajero solitario que sólo quiera romper a veces y de forma controlada su aislamiento. Basta sentarse en un café del bulevar Mohamed V de Oujda -el Colombo y La Défense son los de más empaque- para percatarse de que nadie importuna al extranjero mientras éste repasa su guía o confirma de un simple vistazo que aquí el comercio ambulante no está enfocado hacia el turismo precisamente: los artículos que más se ofrecen en este caluroso mes de agosto son enormes ventiladores, más altos que quienes los acarrean de terraza en terraza. Sin embargo, basta girarse con una sonrisa hacia una de las mesas donde cuatro o cinco hombres -sólo hombres- leen el periódico o conversan animadamente para que enseguida acepten el envite, cambien del árabe al francés y hagan sitio de buena gana, y con indisimulada curiosidad, al nuevo contertulio.

-Sí, claro, ¿cómo no me voy a acordar de ti?

Rachid tiene 43 años, cuatro hijos y un buen puesto de soldador a las afueras de Bruselas. Esta misma mañana embarcó en uno de los transbordadores de Trasmediterránea que van de Almería al puerto de Beni-Enzar, gemelo al de Melilla. Hacía cuatro años que no volvía a Marruecos y se le notaba contento. Pero de las tres horas que duró la travesía, más de una y media la invirtió en guardar cola pacientemente, sin una protesta, hasta que un policía marroquí con el gesto de haber pasado una mala noche lo miró de arriba abajo, tecleó unos datos en un viejo ordenador portátil como los de pega que colocan en las tiendas de muebles y, tras dedicarle un último vistazo, le selló el pasaporte en una mesa improvisada sobre un baúl de plástico, fumando como un carretero bajo un cartel de prohibido fumar. Fue, sostiene Rachid, el primer síntoma de que entre la frontera española y la marroquí sigue existiendo mucha más distancia de la que marcan los mapas o el producto interior bruto. "Llevamos tres días de coche", se lamenta, "mal comiendo y mal durmiendo, y ahora este policía nos tiene aquí castigados, de pie y en fila india, como a niños traviesos. Ningún belga o ningún español aceptaría un trato así de su propia policía, pero en mi país sigue existiendo una cultura del sometimiento, de que las cosas son así y de que no van a cambiar. De que la policía te puede faltar el respeto porque su poder les viene del Rey, y él manda sobre nuestras vidas...". Duda si terminar la frase y al final lo hace bajando la voz y llevándose, teatral, una mano al pecho: "...incluso después de muertos". Un viejo amigo de Rachid, preocupado por el cariz que toma la tertulia y más aún por el interés que empieza a suscitar en las mesas vecinas, decide cortar por lo sano.

-¡Ya está bien de té! Os invito a una Casablanca.

Es la cerveza que más se consume en Oujda. O, mejor dicho, en los sitios donde se puede consumir cerveza. Uno de ellos se llama La Pizzería y está en los bajos del hotel Atlas. Los amigos de Rachid se encaminan allí dando un paseo. Son las nueve de la noche y el espectáculo evoca al de una capital de provincia española de hace 40 o 50 años. La mayor diversión, por no decir la única, es pasear bulevar arriba y bulevar abajo, las madres comiendo pipas mientras los hijos juegan en la fuente sin agua, sorteando a los vendedores ambulantes que ofrecen almendras garrapiñadas y algodón dulce, o juguetes que a los niños españoles -hijos de la PlayStation y sobrinos del tamagotchi- les parecerían piezas de museo: el simpático perrito de cuerda que nada en una palangana, el aguerrido Rambo que repta por el suelo como si le hubiera dado un calambre... Quien no tenga los 10 dirhams que cuestan -algo menos de un euro- puede conformarse con montar al crío en un todoterreno de plástico y que Mustapha, el retratista de la plaza, un tipo simpático donde los haya, le haga por cinco dirhams una foto a todo color con su vieja cámara réflex. "En Europa", dice Ahmed, dueño de una tienda de telas en la medina y amigo de Rachid, "cualquier trabajador tiene una cámara digital para hacerle fotos a la familia y aquí, en cambio, sólo la pueden tener unos cuantos. Y cuando digo una cámara digital, que al fin y al cabo no tiene importancia, quiero decir una buena educación o una atención médica de calidad...".

Ahmed ya sabía -si algo funciona bien en Marruecos es la información bajo radar, la que no sale en los noticieros pero cruza el país saltando de café en café- que muchos de sus compatriotas con recursos, sobre todo los vecinos de la zona norte, están asegurados en compañías españolas de asistencia sanitaria -del tipo de Asisa o Sanitas- por si algún día tienen un problema de salud. Lo que no conocía es que en todo el norte de Marruecos -y eso incluye a Oujda- ningún hospital dispone de planta oncológica, que 227 mujeres fallecen por cada 100.000 partos, que el 40,6% de las niñas de entre 7 y 15 años no están escolarizadas o que el 62% de las mujeres son analfabetas. Si las disparidades entre Alemania y Polonia o entre Estados Unidos y México se van reduciendo, entre España y Marruecos van agrandándose. Aunque en los días claros casi puedan verse desde sus respectivas azoteas, la renta por habitante de un vecino de Tarifa es 15 veces superior a la de uno de Tánger.

La Pizzería no es precisamente lo que su propio nombre indica. Rachid y sus amigos dejan -sin poder ocultar sus caras de regocijo- que el viajero lo vaya descubriendo por él mismo. Tras la barra, un gran espejo muy bien iluminado multiplica la ya de por sí generosa oferta de alcohol. En las mesas, todas a media luz, grupos de hombres maduros conversan con mujeres muy jóvenes. Una chica acaba de entrar en el local luciendo una chilaba. Se dirige directamente al baño. Cuando vuelve, al cabo de unos minutos, lo hace con una ropa llamativa y escueta como un grito de socorro. La operación se repite de tanto en tanto hasta que el local se abarrota y el portero, perfectamente homologable a los de Europa, hace valer su talla. De las sombrías calles de Oujda -sólo las grandes avenidas están bien iluminadas- siguen llegando muchachas con dos capas de ropa y otras tantas de vida. A Rachid, que no conocía el garito, el espectáculo lo llena de...

-Llamémosle tristeza.

Será porque es verano, y coches relucientes con matrículas de Europa se pasean como pavos reales por las calles de la ciudad, el caso es que la emigración y sus efectos están en todas las conversaciones. Un 53% de los jóvenes marroquíes desea irse de su país. Y, si la encuesta se hace entre alumnos de bachillerato, el porcentaje sube hasta el 83%. Esta ciudad también sabe de esa fiebre colectiva. El año 2001, una veintena de muchachos urdió una treta muy ingeniosa para poner tierra de por medio. Fundaron un club de rugby, lo llamaron el Étoile d'Oujda, se hicieron fotografías vestidos de corto y enviaron multitud de faxes -con su membrete oficial y todo- a clubes franceses pidiéndoles que los invitaran a jugar algún partido en Europa. El Sporting Club de Graulhet se lo creyó. Les mandó unas invitaciones, con las que los falsos deportistas de Oujda consiguieron sus visados para Europa. Nunca llegaron a jugar ningún partido. Pero tampoco se les ha vuelto a ver el pelo por aquí.

Hanifa es, por tanto, una muchacha diferente. No se quiere marchar. El viajero la encuentra por azar, en medio de la medina, al final de una escalera empinada de una casa en rehabilitación. Va vestida a la europea y el maquillaje resalta sus grandes ojos negros. Puede tener 30 años, o tal vez 40, pero tiene la ilusión anclada en los 18. Dirige un centro cultural donde se intenta enseñar a los críos del barrio las lenguas de la emigración. También es dueña de una agencia, una especie de gestoría, donde ella y una secretaria ayudan a sus vecinos a cambio de algunos dirhams. El local no tendrá más de 10 metros cuadrados y cachivaches como para llenar la tienda de un chino. Viéndola trabajar, inclinada sobre el ordenador, de espaldas a la vecina que le va dictando en árabe una carta que ella escribe en francés y que dentro de unos días llegará a un despacho de Bruselas, Hanifa recuerda a la protagonista de Estación Central de Brasil, del director Walter Salles, aquella película entrañable de personajes desorientados. Hanifa no quiere que el viajero coja el tren hacia Taza con La Pizzería impregnada en la retina -"lo que pasa allí es sólo una anécdota", dice muy seria- y le propone una excursión, ya, ahora, esta misma tarde, deprisa, a las playas de Saïdia, justo en la frontera con Argelia.

La dosis de adrenalina que se libera en Port Aventura es ridícula y mucho más cara en comparación con un viaje de 60 kilómetros a bordo de un viejo Mercedes por carreteras destartaladas, concurridas por motoristas sin casco, carros de sandías tirados por burros y sorpresivos controles de policía. El juego parece consistir -cualquiera que haya visitado el país se habrá percatado- en que los seis pasajeros, dos en el asiento del copiloto y el resto detrás, lleguen a su destino en el menor tiempo posible y sin que el taxista sienta la necesidad de frenar. Teniendo en cuenta que el resto de los conductores juega al mismo juego, que los pasos de cebra son estrictamente decorativos y que los semáforos suelen estar de luto, el viaje no tiene desperdicio. Hanifa, ajena a un peligro que sólo parece percibir el forastero, va contando que el cierre de la frontera -que sólo estuvo abierta desde 1989 a 1995- propicia todo tipo de contrabandos. El más visible es el de gasolina. Chavales que no aparentan más de 15 años ni conocen otra escuela que la de las cunetas ofrecen bidones naranjas con 30 litros de petróleo argelino por 160 dirhams (menos de 16 euros), aproximadamente la mitad de lo que cuesta en las gasolineras. En el camino entre Oujda y la playa de Saïdia hay un poblado, Beni-Drar, donde los vecinos de la zona acuden para comprar los productos del estraperlo: harina y vestidos de mujer, corderos y mantequilla, gas y... ¿pastillas? "Sí", dice Hanifa, "están llegando muchas pastillas de droga y nuestros jóvenes se están volviendo locos. Son demasiado baratas y demasiado peligrosas. El hachís está a punto de convertirse en cosa de viejos".

No hay ningún turista extranjero en la playa de Saïdia. Los vendedores de té van con su hierbabuena de sombrilla en sombrilla, les siguen los de chupa-chups y finalmente los fotógrafos, un gremio muy solicitado por quienes quieren dejar constancia de que estuvieron bañándose donde se termina el mar de Marruecos. Sólo las niñas pequeñas llevan biquinis. La cantidad de ropa de las mujeres es proporcional a su edad. Las abuelas pasan calor debajo de las sombrillas. Hanifa pide té y una ración de sardinas en un zoco levantado bajo un eucaliptal. A dos metros, un carnicero despieza una res. Otro ahuyenta moscas con un plumero. Poco más allá, un encantador de serpientes cansadas actúa bajo un público exclusivamente marroquí. Las sardinas aparecen humeantes. Los gatos se concentran bajo la silla del extranjero intuyendo que hoy tendrán festín para siete vidas. Pero las sardinas están riquísimas y ni en el mejor restaurante del mundo los camareros celebran tanto el apetito del cliente. Hanifa le da vueltas a si su novio el policía tendrá ya sobre su mesa el informe de una excursión tan inocente.

-Mañana lo sabremos.

Fotógrafos en la playa de Saïdia, en la frontera con Argelia.
Fotógrafos en la playa de Saïdia, en la frontera con Argelia.PABLO ORDAZ
En Oujda se puede conseguir petróleo argelino de estraperlo casi a  la mitad de su precio legal.
En Oujda se puede conseguir petróleo argelino de estraperlo casi a la mitad de su precio legal.AFP

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