El rigor de Sarkozy
Es un hecho que el Gobierno francés endurece progresivamente su política inmigratoria. Como lo es que la inmigración ha adquirido ya un papel preponderante en las elecciones presidenciales de 2007, para las que los líderes políticos han comenzado a calentar motores. El miedo que suscita la inmigración incontrolada, sus vínculos con la seguridad ciudadana -que tuvo su exponente álgido en los disturbios de los suburbios franceses de noviembre pasado-, forman parte del discurso político no sólo de la extrema derecha de Jean-Marie Le Pen. Tanto el ministro del Interior y máximo aspirante conservador a la jefatura del Estado, Nicolas Sarkozy, como su presumible oponente desde el campo socialista, Ségolène Royal, menudean en propuestas para erradicar la violencia y mejorar las condiciones de vida en las zonas de gran densidad inmigratoria.
Sarkozy, uno de cuyos objetivos es contener el voto de Le Pen, es el impulsor de una ley aprobada en junio para facilitar la inmigración de trabajadores cualificados y dificultar la del resto. Pretende también incrementar las expulsiones este año de sin papeles, de los entre 200.000 y 400.000 que se calculan en Francia. Ahora, acabado el plazo para la regularización de familias de inmigrantes ilegales con al menos un hijo escolarizado, el ministro del Interior ha quebrado su promesa de amnistiar a un tercio de las familias en esta situación. La ley establece que un menor de 16 años que estudia en Francia no pude ser expulsado, y, por ende, tampoco sus padres. De las 30.000 solicitudes habidas, el Gobierno atenderá 6.000 con criterios estrictos. El resto tendrán que abandonar Francia en el plazo aproximado de un mes. Las protestas y movilizaciones populares sólo han conseguido que Interior acepte considerar las posibles excepciones caso por caso.
El problema de la inmigración ilegal, en cualquier caso, está ahí, con o sin las discutibles políticas de Sarkozy al hilo de sus aspiraciones presidenciales. Y resulta especialmente acuciante para algunos países europeos, entre los que figura España. El fenómeno, uno de los grandes retos del siglo, no puede abordarse con criterios mínimamente igualitarios mientras no se contemple en el contexto amplio de las lacerantes desigualdades entre países ricos y miserables. Pero entretanto exige a gritos la coordinación efectiva y urgente de los Gobiernos de la Unión Europea, más allá de las grandes palabras y los proyectos irreales.
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