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Columna
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Encrucijada de los vientos

Todos los vientos que cruzan la península pasan por Madrid y suelen darse cita en la plaza de España. Nubarrones negros que manchan el azul insolente de agosto. Las nubes del Noroeste no llegaron esta vez preñadas de agua, sino de humo, nubes de carboncillo de los bosques gallegos, señales de humo urgentes, un infame olor a chamusquina atraviesa los montes y una película de ceniza penitencial se deposita sobre los edificios, las calles y los habitantes de la lejana capital deshabitada. Los viejos campesinos madrileños, haberlos haylos, aunque casi nadie crea en ellos, fruncen el ceño y arrugan la nariz barruntando el peligro; se enciende en ellos una antigua señal de alarma y miran con preocupación los bosques residuales que asoman por encima de las crestas de las urbanizaciones levantadas sobre lo que un día fueron dehesas, campos de labor o montes quemados. Quizá tarden un tiempo en comprender que las llamas esta vez no les atañen de cerca, que ya no hay mucho que quemar cerca del pueblo, que ya pasaron aquellos tiempos en los que los incendios forestales formaban parte inevitable y previsible del paisaje estival de los pueblos de la sierra. En los años sesenta no había leyes, ni límites, ni controles, ni medidas preventivas que impidieran edificar y urbanizar sobre los bosques calcinados cuando aún humeaban.

Mi infancia son recuerdos de largos y cálidos veranos en distintos y muy semejantes pueblos de la sierra madrileña, tres meses de vacaciones interminables, que siempre se quedaban cortas, y en las que los niños de la colonia veraneante, generalmente aislada de la población infantil autóctona y enfrentada con ella por históricos e incomprensibles agravios, aprendíamos los misterios y prodigios de la Naturaleza domesticada: la gallina estaba antes que el huevo frito, la leche salía de exprimir a las vacas, las lechugas y los tomates tenían vida propia antes de llegar a los mercados y los montes ardían, inexorable y puntualmente, con los rigores de la canícula. Los sufridos veraneantes estaban acostumbrados a servir como chivos expiatorios, ellos hacían las paellas incendiarias, tiraban las colillas encendidas y dejaban a la intemperie las botellas de vidrio que los rayos del sol convertirían en devastadores cócteles molotov. Pura falacia, endeble coartada que ignoraba la acción de los pirómanos contratados y las imprudencias y negligencias de agricultores que se tomaban demasiadas confianzas con el fuego.

Todos los vientos que cruzan la península recalan en Madrid. Unos días antes de que las nubes de humo y ceniza llegadas de Galicia emborronaran sus cielos, había caído sobre la ciudad y su entorno una calima sahariana que enturbió la atmósfera, enrarecida ya, con partículas de polvo en suspensión, arena de los desiertos y planicies de África que tal vez aventaron con sus pies en fuga los forzados pasajeros que abarrotan los cayucos, navegantes de ocasión que partieron, atraídos por falsas promesas, en busca de una Tierra Prometida que siempre queda más allá de su horizonte.

Duerme Madrid su siesta de agosto, bajadas las persianas y los cierres echados, pero los malos vientos siguen soplando ajenos a la tregua estival, al pacto implícito que aplazaba las hostilidades y las asignaturas pendientes hasta septiembre como los malos estudiantes. Sobre el ronroneo inmisericorde y precario del aire acondicionado, condicionado en esta urbe por incendios y apagones, vomitan los televisores muy malas noticias y los presentadores interinos de los informativos desgranan un rosario de atrocidades con cara de circunstancias, como pidiendo perdón por tener que aguarnos la fiesta. Incluso en los floridos y cuajados pensiles de la prensa rosa se masca este verano la tragedia, los paparazzi ya no acechan de madrugada en las discotecas y los chiringuitos madrugan para apostarse en las inmediaciones de la cárcel de Alhaurín.

Se extinguieron las serpientes de verano, las fabulosas y quiméricas criaturas que se colaban en las páginas de los periódicos para aliviar la sequía informativa. ¿Quién las necesita cuando la realidad engendra tan formidables monstruos en un soplo, en un mal aire?

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