Una curva elegante
Sólo Freud podría sostener el inconsciente entre los dedos de la mano derecha sin mancharse
Cuando me disponía a entrar en el coche, advertí que tenía los dedos de la mano derecha pringados de alguna sustancia que no reconocí. Aunque iba con el tiempo justo, decidí volver a casa para lavarme. Ahora, mi casa era la de mis padres, pero vivíamos en ella una niña de seis años y yo. No sé que relación tenía con la niña. No era su padre, ni su hermano mayor. Con la mano derecha en alto, para no manchar nada, fui atravesando las habitaciones, pues se trataba de una casa enorme, mucho más grande por dentro que por fuera. Lógicamente, abría las puertas con la mano izquierda. De camino al cuarto de baño pasé por la habitación de la niña, que dormía placidamente. Le di un beso y me reproché haber estado a punto de dejarla sola.
Luego volví sobre mis pasos y atravesé el salón, siempre con la mano levantada y los dedos reunidos de este modo. En la pared del pasillo vi ese retrato de Freud que sostiene un puro en la mano derecha y observa al fotógrafo con las cejas fruncidas, como si fuera él el que está haciendo la foto. Se ha llevado la mano izquierda a la cadera y tiene la chaqueta un poco abierta, de forma que se le ve la leontina (quizá, de oro), que nace en un ojal del chaleco y muere en el bolsillo del lado izquierdo, tras trazar lo que llamamos una curva elegante. Recordé la frase de Freud según la cual un puro, a veces, es sólo un puro, lo que constituía un modo, deduje, de protegerse o de advertirnos acerca de los peligros de la sobreinterpretación. Calculé también que muy pronto se celebraría el 150º aniversario de su nacimiento y que debería escribir algo para el periódico. Estaría bien señalar que el puro simbolizaba al inconsciente. Sólo Freud podría sostener el inconsciente entre los dedos de la mano derecha sin mancharse (y sin abrasarse). Por lo general, el inconsciente, una vez encendido, te fuma a ti en lugar de tú a él.
Pero, hablando de dedos, yo continuaba sin resolver el problema de los míos porque el cuarto de baño cambiaba de lugar, como si me evitara. Me los llevé a la nariz, para ver a qué olía la sustancia pegajosa, y me pareció que olía a puro barato, quizá a caca. En una de las vueltas, volví a pasar por la habitación de la niña, que se había convertido en un perro grande y blando, un perro que tenía algo de león. Recordé la cadena de Freud, la leontina, y me pregunté por el origen de esa palabra. La buscaría en el diccionario etimológico. Pero no podré consultarlo, reflexioné, si no logro limpiarme los dedos.
En éstas, descubrí al final del pasillo la puerta del cuarto de baño. La abrí con violencia, para que no se me escapara, pero no era un cuarto de baño, era una cocina. No me parecía bien lavarme los dedos allí, aunque no me quedaba otro remedio. El problema es que al abrir el grifo con la izquierda, en vez de agua, salió una leontina, un chorro de leontina, cabría decir, que se colaba por el sumidero sin trazar ninguna curva elegante. Había al lado de la pila una banqueta en la que me senté y me puse a llorar porque sabía que el despertador sonaría de un momento a otro y la niña se despertaría con los dedos sucios. Entonces sonó, en efecto, y me desperté llorando, pero tenía los dedos limpios. Pensé que los habían limpiado las lágrimas, así que me arreglé y me fui a trabajar.
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