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Reportaje:MEMORIAS DE UNA PERIODISTA

La Suráfrica del 'apartheid'

En 1988, la minoría racista blanca mantenía a la mayoría negra prácticamente en la esclavitud

A principios del año 1988, Nelson Mandela cumplía el año 24 de los 27 que en total pasó en Robben Island, prisionero del régimen de apartheid que durante casi todo el siglo XX impuso en Suráfrica la minoría racista blanca que mantuvo a la mayoría negra en condiciones prácticamente de esclavitud. Por entonces, el país sufría un embargo internacional auspiciado por Naciones Unidas, que sólo boicoteaba Israel, que vendía las naranjas surafricanas como si fueran suyas en el mercado internacional y les proporcionaba armas. Los bantustanes y campos de trabajo del apartheid se parecían mucho a su equivalente palestino. Y los racistas también se consideraban un pueblo elegido por Dios.

En los pulcros jardines y parques públicos se usaba mano de obra gratuita para cuidar el césped: presos de la isla, encadenados unos a otros por los tobillos
Dormí compartiendo camastro con una niña que se pasaba las noches tocando mi piel: era la primera vez que tenía a una blanca tan cerca

Robben Island. Un pedrusco al sur del sur de África, encajado en el Atlántico plateado que lame la hermosa Ciudad del Cabo. En los pulcros jardines y parques públicos se usaba mano de obra gratuita para cuidar el césped: presos de la isla, encadenados unos a otros por los tobillos. En Ciudad del Cabo y en 1988.

Por entonces yo ya estaba curada de espanto, porque había pasado por Soweto -dormí en una de sus chabolas varias noches- y había tratado, en Johanesburgo, Pretoria y en la propia Ciudad del Cabo, a muchos blancos racistas. Y me habían contado su filosofía. En aquellos días parecía que el racismo iba a perpetuarse en el poder hasta que los negros iniciaran un baño de sangre para librarse de quienes explotaban sus yacimientos de oro, diamantes y minerales estratégicos. Tal era el temor. Un baño de sangre que, años más tarde, la gran figura de Mandela conseguiría evitar. ¿O sólo postergar? Pero no estoy aquí para hacer pronósticos, sino para contar aquello.

Como es natural, el reportaje, que se publicaría en dos partes en EPS, iba a extenderse sobre las condiciones atroces en que la mayoría negra estaba obligada a subsistir. Y sobre los movimientos de rebeldía, agrupados en el Congreso Nacional Africano, el de Mandela, y en otras asociaciones más radicales.

Por eso recorrí Soweto y guetos similares, clandestinamente, con la ayuda de blancos progresistas que llevaban mucho tiempo luchando por la igualdad de los otros, y también guiada por periodistas negros represaliados y por miembros de las organizaciones políticas. Conservo bella memoria de las mujeres que me metieron en sus barracas y expusieron sus problemas, que me dieron a comer la masa de yuca sin proteínas con las que ellas y sus hijos tenían que salir adelante (maridos y mujeres eran separados por el régimen: trabajaban en zonas distintas; vivían en infiernos similares, pero alejados entre sí). Dormí compartiendo camastro con una niña preciosa que se pasaba las noches despierta, tocando mi piel: era la primera vez que tenía a una persona blanca tan cerca.

Blanca relativa, puesto que, con el sol de Ciudad del Cabo, esta cronista nacida en el Occidente mediterráneo iba poniéndose cada día más oscura, lo que llegó a acarrearme algún problemilla cuando coincidía con otros huéspedes del fino hotel en donde me alojaba. Fue así -reivindicando mi condición de blanca hija de puta ante los otros blancos hijos de puta que se hospedaban allí- como descubrí que algo se podía conseguir, si tenías plata: ser nombrado blanco de honor. Conmigo no llegaron a tal extremo, pero sí lo hacían con los japoneses, con los cuales, en aquella época, mantenían sustanciosas relaciones comerciales.

Tres razones

El reportaje en Suráfrica duró tres semanas y resultó enormemente satisfactorio por tres de las razones que me hacen amar el reporterismo. Una, iba a trabajar en defensa de una buena causa: objetividad, toda la posible al transmitir los hechos; neutralidad, la misma que habría mantenido de haber sido enviada especial a Auschwitz. Cero absoluto. La segunda razón era el camuflaje. Siempre he pensado que no puedes presentarte ante todo el mundo con el carné de periodista en los dientes; ya sé que eso no es lo que dice el Libro de Estilo. Pero en dictaduras y similares prefiero camuflarme e informar a que me hagan tragar el carné, me rompan los dientes y me devuelvan a casa privada de información. La tercera razón que me hace amar el reporterismo es obvia: conoces gente.

Supongo que los agentes secretos y otros individuos de mal vivir entienden la excitación que produce el hecho de mantener una doble personalidad, y de saber que puedan pillarte al menor descuido. Así fue como, entre blancos racistas, me mostré de lo más acorde con su modo de vida, y ellos, encantados, me enseñaron la cuchara y la escudilla de madera en la que comían sus criadas negras. Me enseñaron, las dulces damas de la blanquesía surafricana, sus manos impolutas, sus uñas impecables: jamás habían realizado el menor esfuerzo; las mujeres negras lo hicieron todo por ellas, incluido el cuidar de sus hijos. Coqueteé con blancos que me llevaron a lugares increíbles y me enseñaron los rifles y las balas y las pistolas que guardaban en el maletero y en la guantera de sus coches, siempre dispuestos a cargarse a un negro. Llegué hasta donde pude: eso sí, procuraba despedirme ante la recepción del hotel, para que mi determinante confesión ("Perdona que no te lo haya dicho, pero soy completamente lesbiana") no levantara represalias.

Me encontraba, a escondidas, en mi habitación con un camarero negro de un hotel de Johanesburgo, que me contó sus condiciones de vida y las de su familia. Sólo podíamos vernos así, cuando yo le pedía un zumo o un café y él me lo subía, porque le habrían detenido de sorprenderle hablando con una mujer blanca. Tanto vino a la habitación que un día se quedó un rato más. Ustedes ya me entienden.

Pero a quienes jamás olvidaré, y siempre lamentaré no haber vuelto a verlos, es a aquellos blancos, progresistas, comprometidos, hombres y mujeres de extraordinario valor y nobleza que eran mal vistos por los dos bandos. Los blancos buenos. Tan africanos como el que más, nacidos allí y con raíces familiares en cualquiera de las dos colonizaciones, la afrikáner de origen holandés, o la británica, pero devotamente entregados a la causa de la justicia, adultos que no podían olvidar a la mujer que les había criado y amado de verdad -la nodriza negra, privada de sus propios hijos- y que había desaparecido de sus vidas. Por aquel tiempo, los surafricanos blancos que peleaban contra el apartheid formaban parte del grupo de los imprescindibles para la Gran Lucha que se acercaba, pero no estoy segura de que todos hayan recibido un trato agradable. Por el camino, el color de la piel constituye, a menudo, una barrera visible que separa los corazones de quienes menos lo merecen.

Jerry -le llamé así para cubrirle, y ahora he olvidado su verdadero nombre: pero no a él, nunca a él- pertenecía a esta clase de nobles y valientes africanos de piel clara. Tenía 40 años y había dedicado casi la mitad de su vida a trabajar a favor de los negros. No soportaba el ser el enemigo. Al anochecer, Jerry y yo buscábamos una mesa libre en Sea Point, en Ciudad del Cabo, bebíamos cerveza helada y contemplábamos la puesta de sol, tratando de olvidar las miserias del día.

Benditos sean todos los Jerry de África. Paz para ellos, también.

Detalle de un enfrentamiento con la policía en Soweto, en 1976, en el que se registraron unos cien heridos.
Detalle de un enfrentamiento con la policía en Soweto, en 1976, en el que se registraron unos cien heridos.

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