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Columna
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La parcela

"Uno tan solo basta como testigo irrefutable de toda la nobleza humana" escribió entonces Luis Cernuda. Pero no. Hoy no vale cualquier ser humano para representar a la humanidad entera. Nuestro tiempo ni siquiera pretende esa representación universal, ni siquiera la desea; prefiere con mucho el fragmento. Esmerarse en parcelar, estratificar, jerarquizar a la Humanidad, dividirla en cuadrículas bien, fortificadamente, delimitadas. Y depende de en qué casilla estés -hayas caído- pintas algo, poco o nada de lo humano. Y sólo te representas a ti mismo, o en el mejor de los casos, a los tuyos, a los que se te parecen, a los que comparten contigo rasgos o condiciones de vida.

Lo recordaba este miércoles en una columna estupenda (Sin raza, color, ni divisa) Eduardo Uriarte. Comentaba que la celebración en Santurtzi de un concurso canino dedicado a los perros sin pedigrí, a los mestizos, le había vuelto a acercar "a la Humanidad en una época en la que se premia la identidad diferenciada, prólogo de todo privilegio". Estoy de acuerdo. Las diferencias tal y como se nos presentan hoy son mayormente preludio, coartada o cimiento de desigualdades. O, si se prefiere, introducción, nudo y desenlace de alguna forma de ventaja destinada a unos pocos, porque está claro que no se delimita y amplifica lo que nos distingue de los demás para proclamarse, acto seguido, igual a ellos; tampoco, naturalmente, para reconocerse inferior. La diferenciación identitaria más en boga, la que no se presenta como oportunidad de conocimiento, suma y mestizaje, sino como estricto criterio de delimitación, esa insistencia en la singularidad identitaria, encierra la idea de alguna forma de superioridad frente al otro, la creencia en algún derecho de más y la esperanza de que de ahí se derive, en consecuencia, algún beneficio del que poder disfrutar en exclusiva.

Pero a fuerza de pensar en la Humanidad dividiéndola, cuadriculándola, fortificándola en pueblos, comunidades o grupos, lo que se pierde de vista, y de obra, es la unidad de lo humano. Las innumerables coincidencias que forman el disco duro de nuestra naturaleza, su inapelable definición. Todos somos en lo esencial lo(s) mismo(s), esos seres que piensan, que se duermen y enseguida se ponen a soñar. Capaces de recordar o de olvidar e incluso de negociar con la memoria y el olvido. Esos seres que inventan, imaginan, desean, es decir, que no se conforman con sus propios límites, que, por eso, probablemente, aman. Y que a lo largo de su vida conocerán un muestrario idéntico de sentimientos: todos los posibles desde la esperanza hasta el miedo, desde la calma de la dicha a los remolinos de la infelicidad.

Vistas las cosas desde esa perspectiva no hay, no se distinguen, compartimentos estancos en la actualidad, noticias locales o internacionales. La bomba de Bagdad, Tiro o Haifa es nuestra bomba, el impacto y la metralla que nos derrumba. El hambre de allí nos revuelve las tripas aquí. Aquel insoportable es este intolerable que nos moviliza. Y las vacaciones de ahora son las que con toda dedicación planeamos darles para siempre a todas las plagas que asolan el mundo, pero no. Lo que acabo de escribir son utopías, angelismos, literaturas. Ficciones o tonterías varias. Lo inteligente (salta al oído) es la parcela. Distraer de la causa -del disfrute- de la igualdad, recursos, recursos y más recursos materiales, comunicativos, emocionales para invertirlos en la diferencia. He multiplicado "recursos" por tres, porque la delimitación de esa parcela -sobre todo cuando es minúscula- necesita mucha herramienta. Y se comprende. Hace falta mucho instrumento para convencer de que los seres humanos son tan distintos entre sí que lo que para unos es refugio para otros tiene que ser intemperie. lo que para unos confort exquisito, para los otros miseria. O respeto y desprecio. O libertad y mazmorra. Y así, simultáneamente.

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