Cruzando los dedos
Hace un año, el mejor cortador de troncos del mundo retó al campeón de los segadores de hierba a medir sus fuerzas. El estadio de la singular competición fue un prado de Guipúzcoa al que acudieron más de 4.000 curiosos para averiguar quién vencería. El aizkolari Olasagasti y Elasu el segador habían apostado 12.000 euros, una nadería entre la montaña de dinero que movieron las pujas sobre su duelo, consistente en cortar 20 troncos y segar durante dos horas.
Los vascos adoran los desafíos. Sólo desde esta naturaleza retadora se puede entender que el escultor donostiarra Eduardo Chillida osara diseñar un peine para peinar el viento. Un peine de 10 toneladas de acero que al final del paseo marítimo de San Sebastián desenlía día tras día la furia cantábrica. En el mar también se forjaron hazañas balleneras a bordo de barcas enclenques, las traineras, desde las que hoy remeros veloces y patrones hábiles continúan persiguiendo la gloria una regata tras otra.
Si alguien le apuesta que podrá escuchar un perro que gorjea en vez de ladrar, no juegue a la contra
Ya no son necesarios los esfuerzos titánicos para aprovecharse del mar o de la tierra, pero entre los vascos perdura la esencia porfiada, la inclinación natural hacia el desafío como el que enfrentó a Elasu y Olasagasti sobre un prado. Como el que está ahora sobre la mesa, sin duda el mayor reto de la historia contemporánea vasca: el adiós a la violencia. Por una vez no se cruzan apuestas, sino dedos.
Por una vez aflojan los recelos y el miedo. "Mientras que en los animales el miedo es una respuesta a una señal, en el hombre es algo endémico", compara John Berger en su ensayo Mirar. El recelo hacia lo vasco también corría el riesgo de fosilizarse, de convertirse en un endemismo ibérico, como si parte y todo fueran lo mismo; así fluyen los prejuicios y se mata la curiosidad por los otros.
Casi nadie llevaba mapas en Bilbao hace unos años. El Guggenheim, que ahora parece del Bilbao de toda la vida, hace unos años no estaba allí. Apenas había turistas, esos seres dedicados al estudio del callejero en esquinas donde estorban. Los turistas son un síntoma de normalidad e interés. Donde ellos no acuden sólo puede significar que el lugar desincentiva las visitas porque es desconocido o inseguro. O feísimo.
Apiñada frente a la ría del Nervión, Bilbao no estaba predestinada a ser una ciudad desagradable, aunque hubo un tiempo en que resultó gris, oscura, demasiado volcada en su estampa industrial como para preocuparse de alegrar el urbanismo. ETA, para colmo, aportaba el efecto disuasorio definitivo. Pero esto ha cambiado.
Tres años sin atentados terroristas letales, sin el desgarro que produce una muerte, ayuda mucho. Es la mejor campaña de promoción. Los turistas del alto el fuego, tituló un diario vasco este verano. Incluso los bilbaínos corroboran con sus impresiones las estadísticas oficiales, que demuestran el crecimiento del turismo (hasta junio, un 13% más que el año anterior), bienvenido como puntal económico y como síntoma de tranquilidad. El aumento de las visitas es percibido por todos. Y para que no haya dudas se mantienen pintadas como ésta, que advierte en un muro: "Tourist, you are in the Basque Country".
De repente, Bilbao se ha llenado de seres despistados que buscan su posición en el mundo mediante la observación de un mapa, que hablan francés, inglés o alemán, y que forman coros alrededor del icono urbanístico con más tirón económico de los edificados en ciudades españolas en las últimas décadas: el Guggenheim. Un ejercicio de ilusionismo de Frank Gehry, que hizo creer que la piedra, el cristal y el titanio son domeñables, sinuosos y dúctiles como la gomaespuma. Un espejo que devuelve una imagen de Bilbao rompedora y vanguardista aunque, a modo de crítica, algunos arquitectos locales esgrimen que es una escultura efectista que no ha resuelto bien su contenido. Tal vez. Pero el envoltorio bien justifica una visita, una caminata desde la orilla contraria por el Paseo Campo del Volantín hasta la Universidad de Deusto.
Ante todo, hay que recrearse en el Guggenheim por fuera, con sus millones de caras, tantas como imaginaciones, que se alteran según las nubes que sobrevuelan la ciudad. Sólo después se debe hurgar en su interior, donde casi todo cambia excepto algunas obras permanentes como la Serpiente de Richard Serra, la mamá-araña de Louise Bourgeois en el exterior y la escultura canina diseñada por Jeff Koon para el acceso principal del museo. Si alguien en Bilbao le apuesta que podrá escuchar a un perro que gorjea en vez de ladrar, no juegue a la contra porque perderá. Puppy, trenzado por Koon sobre acero y plantas, es el perro que trina gracias a los pájaros que se ocultan entre la maraña de begonias, violetas y pensamientos que forman su mandíbula.
El Guggenheim ejerce una fascinación especial sobre la economía y las visitas que incluso se ha acuñado como efecto Bilbao, aunque algunos residentes destacan la recuperación de la ría como la transformación más notable. Lo cierto es que la crisis industrial que zarandeó la economía vizcaína tradicional propició un cambio urbanístico que ha enterradodefinitivamente el aire sombrío de la capital.
La metamorfosis se asienta sobre proyectos de firmas que atraen el turismo arquitectónico (Norman Foster, Zaha Hadid, Arata Isozaki o Santiago Calatrava), pero también sobre espacios cotidianos, como el renovado casco viejo donde se mantiene el poteo de toda la vida. Una inmersión nocturna por el entorno de la catedral de Santiago y las Siete Calles pondrá al visitante en contacto con un hito más antiguo que la obra de Gehry: la cuadrilla. Abandonar Bilbao sin una sesión de poteo resulta imperdonable para quienes desean acercarse al alma vasca.
La cuadrilla es un grupo de amigos, a menudo forjada en la adolescencia o juventud, que se junta para realizar una ruta de potes con asiduidad y que resulta poco permeable para los extraños salvo que dispongan de salvoconducto. Parece anárquica pero tiene reglas. Vayan por delante las observadas en Bilbao:
1. Jamás se sientan (es signo de permanencia en un sitio).
2. Apenas comen pintxos (San Sebastián es otra cosa).
3. No apuran el trago de zurito (cerveza) o vino hasta el final (indispensable para sobrevivir hasta la hora de retirarse).
4. No quedan, se encuentran.
5. No ligan, aunque lo estén deseando, porque la cuadrilla es lo primero.
6. Eluden los debates políticos y los temas espinosos que agrietan la cohesión del grupo. O sea, que se habla un montón de fútbol y algo de sexo.
Durante un poteo por Elorrio y superada la segunda ronda, alguien advertirá a la extraña sobre la baja actividad sexual, un lamento que se reiterará en diferentes lugares. "¿No te habían dicho que eso era el conflicto vasco?", apuntilla Gaspar, uno de los integrantes del coro de Getxo. Por si no lo saben, abunda el humor corrosivo al estilo de los guionistas de Vaya semanita, el programa de la televisión vasca que irrumpió en cotos vedados a la sátira como la política o la identidad y que triunfó entre la audiencia.
Gaspar es la apuesta sentimental de Irma Rutkauskaite, una lituana que ama la música casi tanto como a su país y que en 2000 se instaló en Sopelana (Vizcaya). Sintió que volvía a casa. "Era todo tan verde; la única diferencia es que aquello es llano y esto es montañoso". Su País Vasco está habitado por gente semejante a sus compatriotas: "Un poco fría y cerrada al principio mientras no te conocen". Como ellos, también generosos en la segunda vuelta. "Me he sentido totalmente acogida". Y sorprendida. Se encontró un espacio que nada tenía que ver con la imagen "violenta y peligrosa" que se había construido del País Vasco a partir de lo que transmitían los medios de comunicación. "La gente que no lo conoce cree que aquí estamos en guerra y no es así".
Irma llegó a Madrid para estudiar español y ha acabado en Sopelana aprendiendo euskera. Habla también ruso, lituano e inglés. Sobre todo se comunica mediante notas. "No me imagino mi vida sin música", suspira. Además de melómana en sus ratos de ocio, esta licenciada en dirección coral brega para vivir de su pasión: dirige dos coros (Getxo y Ugao-Miraballes) y canta en el de la Universidad del País Vasco.
Gracias a su perfeccionismo, las 34 voces del coro Zozoak de Getxo han alcanzado cotas impensables. Junto al euskera, el repertorio incluye canciones en lituano, suajili, latín, gallego, serbio o francés. "Irma ha abierto caminos nuevos", afirma Luis, un abogado que antes de jubilarse fue gerente de la Orquesta Sinfónica de Euskadi, rebautizada jocosamente como la orquesta polaca por la proliferación de músicos extranjeros.
El coro Zozoak es plural y amigable. "La música es importante, pero también las relaciones", aclara Mikel, un empleado de banca. Todos los entrevistados se quejan de la disciplina prusiana de su directora sin esconder el orgullo sobre la progresión artística que han experimentado. Hacerse un nombre en el país de los coros no es fácil: sólo en Vizcaya hay 6.000 coralistas federados en 131 agrupaciones. El Orfeón Donostiarra no es un accidente, sino el mascarón de proa de una sociedad que canta en cuanto le dan un escenario o una excusa.
Hay un calendario en Gernika detenido en el 26 de abril de 1937. Cuelga en un comedor que recrea el interior de una vivienda horas antes de que aviones Heinkel 111, Heinker 51 y Junker 52 lanzaran durante tres horas bombas y metralla sobre la población. Murieron 250 personas. "Gernika fue. Hoy no es más que brasa y cenizas", comenzaba el telegrama enviado al Consejo de Ministros.
La Casa de la Paz es un edificio dedicado a la reconstrucción de la destrucción, del Gernika que fue. Un audiovisual ayuda a revivirlo, pero también montones de cascotes, legajos y recortes de prensa como el del corresponsal George Steer, el primero que informó al mundo a través del Times del bombardeo que negaban las tropas franquistas.
Muy concienciado contra los fascismos, Henry Moore diseñó para Gernika una escultura titulada Figura grande en un refugio y, a pocos metros, Eduardo Chillida esculpió sobre hormigón La casa de nuestros padres. El bombardeo añadió más simbolismo al símbolo. Gernika es el epicentro sentimental vasco, el lugar donde jura su cargo el lehendakari y donde se celebraron las Juntas Generales de Vizcaya desde la Edad Media hasta la abolición de los fueros en 1876.
El árbol de Gernika de hoy es un roble adolescente (se plantó en 2005 con 19 años), demasiado endeble para soportar el peso de la historia, pero forzado a asumir el prematuro título por enfermedad del anterior, cuyo tronco se exhibe sobre un templete en el jardín de la Casa de Juntas como si fuera una pieza de arte. Parte de lo que quiera saber sobre fueros y nunca encontró a quién consultar recibirá respuesta en este edificio del siglo XIX, en el robledal que antes ocupó una ermita. Para no romper con el pasado, los robles se han convertido en símbolos y la sala de juntas cuenta con un altar y pilas de agua bendita, de modo que se podría concluir que los acuerdos que adopten los junteros es como si vinieran de misa.
Desde Vizcaya a Álava se puede ir a toda prisa por autopista o cruzar por un paso montañoso que obliga a mantenerse por debajo de los 30 kilómetros por hora durante la ascensión hacia la sierra. A 750 metros de altitud, rodeado de fresnos, hayas, robles y moles calizas, se encuentra el santuario de Urkiola, un espacio poblado de leyendas y ritos más antiguos que los edificios. Novios que debían giran alrededor de una piedra, niños rescatados por el equivalente de su peso en trigo o aceite, acciones de gracias por la fecundidad del campo, ceremoniales tan paganos que la sagaz jerarquía eclesiástica se sumó al carro y metió las supersticiones en las iglesias.
Los vascos tienen el gen de la montaña. En cuanto pueden trepan por una. Ayuda el hecho, nada banal, de que las montañas están ahí, mires donde mires, cercanas y misteriosas. Retadoras. A que no me subes. A que sí. Faltaría más.
El carácter. De una cuestión así ha creado un lema el Tau Cerámica de Vitoria: Carácter Baskonia. "Si compites en inferioridad de condiciones económicas, hace falta tener cierto carácter", expone Josean Querejeta, que lleva 18 años como presidente del equipo tras despedirse como jugador del Real Madrid.
Querejeta nació en un pueblo guipuzcoano donde no había canastas porque lo propio es que haya frontones. Por eso aterrizó en las canchas un pelín tarde, a los 16, aunque con una ventaja indudable: 2,01 metros. Una vertical que, una vez superado el mal de altura, también debe imprimir carácter. El Baskonia es una seña de identidad en Vitoria, gracias a sus éxitos deportivos y a la gestión del club, adelantado en la conciliación (ofrece servicio de guardería durante los partidos), en la inversión a largo plazo (campeonatos callejeros para niños y jóvenes) y en las alternativas de negocio (un complejo de ocio y restauración).
Vitoria, cree Querejeta, vive un tanto ensimismada, sin haber rentabilizado aún la capitalidad vasca. "Todavía no hemos sabido construir un país, teniendo en cuenta lo que es bueno para la generalidad", sostiene. La imagen unificada del País Vasco desde el exterior se rompe en cachitos dentro, entre localismos, singularidades y hechos diferenciales. Vitoria, la menos euskaldún de las tres capitales, suele encabezar las clasificaciones sobre calidad de vida en ciudades españolas. El duelo mortal entre peatones y conductores, que siempre ganan los que van en máquina, se salda por una vez a favor del caminante. En julio se transforma gracias a su festival de jazz, que va dejando estampas de Nueva Orleans por los rincones, incluido su armónico y contundente casco medieval: plaza del Machete, calle de las Carnicerías o de la Cuchillería.
Pero de lo que más se ufanan ahora los vitorianos es de la restauración de la catedral de Santa María, que fascinó a Ken Follet. "En ningún lugar del mundo se puede ver algo así", dijo el escritor tras contemplar en vivo las obras del templo gótico. No muy lejos de las piedras sagradas, un bar anuncia orgasmos a cuatro euros. Un desafío al alcance de todos los bolsillos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.