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Columna
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Rejuvenecer en las esquelas

Supongo que es de esas circunstancias que demuestran cómo uno ya va haciéndose mayor: llevo una temporada aplicado a revisar las esquelas (ese melancólico deporte, propio de lectores aún mayores que yo) y compruebo que en la prensa vasca se impone un nuevo hábito al respecto. Antes, la aparición en la esquela del retrato del finado era algo ocasional, pero desde hace unos años, al contrario, las páginas de esquelas son un desfile de retratos, gracias a la impresión de unas pequeñas fotos modelo Documento Nacional de Identidad.

Un amigo escritor siempre comenta, con tono dramático, que para muchas personas su primera y última aparición en los periódicos será precisamente la esquela, con el anuncio del luctuoso fallecimiento y los avisos de la subsiguiente ceremonia. Claro que a las apariciones que se pueden suceder en vida habría que relativizar como merecen: Dámaso Alonso guardaba sus reconocimientos públicos en una carpeta que había titulado, con acierto, "Pompas prefúnebres". Muy probablemente no haya mejor modo de calificar las apariciones, cualquier que sea la causa, en los medios de comunicación, en ese ruedo donde algunos seres humanos concurrimos sin descanso, alimentando la feria de las vanidades.

La consagración del retrato en las esquelas refuerza la visibilidad pública del finado y le asegura una circunscripción de reconocimiento, pero lo que más sorprende de ese añadido fotográfico es el notable desfase entre la edad en que sobreviene la muerte y la edad con que el fallecido asoma en el retrato. Se trata de una fórmula constante que establece, casi de forma matemática, una diferencia de veinte años entre la edad en que se hizo la fotografía y la edad de la defunción. Comprueben, si tienen tiempo, esa falta de compás vital, ese melancólico e irreparable desajuste.

Al principio, pensé que el desfase tendría sentido en el caso de las personas muy mayores. Cuando alguien fallece con 89 años, o con 95, que en el retrato luzca 69 o 75 podía tener su lógica estética: no se trata de enfrentar a nadie con su propia ruina física, aunque siempre sea digno el tránsito por ella. Pero a la hora de examinar los obituarios uno comprueba que la "ley de los veinte años" se cumple también en otras edades. Mueren septuagenarios que en la foto exhiben una reciente madurez. Proliferan cincuentones que lucen sonrisa de treintañeros. Las páginas de esquelas se convierten en galerías de jóvenes, jóvenes relativos, jóvenes relativamente hablando.

Yo creo que existen dos razones que explican este fenómeno. Una es sentimental: ante la muerte de un ser querido, todos nos sentimos doloridos, pero además particularmente sensibles; esa debilidad puede influir a la hora de escoger un retrato para la publicación. Imagino que el criterio es que en el retrato nuestro familiar "esté bien" o "quede bien". En vida a todos nos preocupa quedar bien, y parece que tal demanda permanece a la hora de publicar nuestra foto en el periódico, incluso cuando ya nos hemos ido para siempre. Claro que a ello se le une también el efecto contaminante de la frivolidad contemporánea, donde la juventud representa, por sí misma, una virtud moral, y la fealdad y la vejez (no digamos ya la enfermedad) están rigurosamente proscritas. Quizás esa razón explica la ley de las esquelas, donde los muertos de 90 años aparecen con 70, los muertos de 70 años aparecen con 50, y los muertos de 50 exhiben el aire juvenil de quienes acaban de cumplir 30 primaveras.

La muerte siempre ha sido trágica, pero resulta aún más trágica en este tiempo, cuando tan pocos valores, trascendentes o terrenales, acompañan a los que se quedan y salvaguardan a los que se van. Avanza la confusión, y la confusión se hace más grande cuando el dolor ahoga. Vivimos en el mundo de la imagen, se dice a menudo, y ese código visual impone su dictadura incluso en el último extremo: hace unas pocas horas que nos hemos ido, pero la prensa nos retrata con la lozanía de veinte o treinta años atrás.

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