Cifra del alquimista
Premiado con el Adonais hace un cuarto de siglo, Miguel Ángel Velasco (Palma de Mallorca, 1963) fue uno de los nombres que hicieron pensar en un retorno del surrealismo a comienzos de los ochenta, cuando empezaba a fraguar una poesía de base ilustrada, realista y de contenido moral. Por su incapacidad para consolidar esa tendencia, aquellos ejercicios irracionalistas resultaron humo de pajas o surcos en el mar en los quince años siguientes. Durante un largo periodo Velasco permaneció en silencio, que sólo rompió en 1995 con El sermón del fresno, prolongado en El dibujo de la sabia (1998), La vida desatada (2000) y La miel salvaje (2003). La sustancia contemplativa de todos estos libros se veía sacudida a menudo por vibraciones alucinatorias, en cuya expresión ebria se deshacían los mimbres del discurso racional.
FUEGO DE RUEDA
Miguel Ángel Velasco
Visor. Madrid, 2006
72 páginas. 8 euros
Fuego de rueda intensifica el hermetismo de los títulos anteriores, no en el sentido de oscuridad interpretativa, sino de sistema cifrado de correspondencias de un universo vivificado por el anima mundi de Ficino o los neoplatónicos, que también encarna el "templo de pilares vivientes" baudeleriano.
El fuego de rueda, proyección sobre los muros catedralicios de la flama solar filtrada por un gran rosetón, simboliza la unio resultante de la licuefacción de la materia. A partir de ahí, una selva de símbolos (esvástica, rueda, concha...
) conforma el mapa de un mundo natural que, frente al mecanicismo newtoniano, se concentra en la almendra gnóstica.
Nadie crea, sin embargo,
que Miguel Ángel Velasco regresa aquí al surrealismo inicial. Sus composiciones refieren la germinación de la imagen surreal, construyen poderosas figuraciones oníricas o verbalizan el ingreso en los estadios hipnóticos; pero una cosa son los temas y otra el procedimiento. Lejos de cualquier automatismo, Velasco enfoca demoradamente sus visiones, usa un afilado escalpelo descriptivo en poemas conceptuosos y a veces sobrados de ejecución (Hoja labrada), manipula con destreza los ritmos (en Glaciar recurre a la transposición acentual del anapesto clásico) y trabaja con anáforas, aliteraciones, rimas internas... Así ocurre en Vilano, en que las cabriolas y volatines de ese copo del cardo a lomos de la brisa constituyen, además de un homenaje implícito a Claudio Rodríguez (Ballet del papel), un testimonio de desprendimiento contrario a los valores utilitarios: "Va el vilano a lo grande, / sin norte y sin afán, sin albedrío, / va en la falda del aire el niño abuelo / del vuelo, el blanco hermano / del humo de la leña más liviana". Entre lo visionario y lo contemplativo, el libro alcanza los mejores momentos cuando cede la ultraconsciencia del artesano y se alza una exultación extática y estática, sin el lastre de la sabiduría.
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