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Columna
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Bochorno

Rafael Argullol

Karl Gottlob Schelle, hoy prácticamente olvidado, fue un filósofo ilustrado alemán nacido en 1777 y muerto en un manicomio, no se sabe cuándo ni en qué circunstancias. Antes de desaparecer de manera tan anónima escribió un texto sobre la felicidad, que desconozco, y otro, magnífico, titulado El arte de pasear.

No es que a finales del siglo XVIII las reflexiones sobre el paseo fueran extrañas, pero lo peculiar en la obra de Schelle es que se aleja de la figura del paseante, tal como entonces estaba de moda en los medios culturales europeos, para avanzar en una dirección distinta. Lo que entonces destacaba eran las ensoñaciones de los paseantes solitarios que Rousseau había popularizado con sus célebres rêveries que él hacía remontar hasta Petrarca e incluso Marco Aurelio.

Las revêries -ensoñaciones o, quizá, meditaciones- eran vuelos libres del pensamiento que, según Rousseau, se producían de manera singular cuando el caminante entraba en contacto armónico con la naturaleza. Pero en realidad ésta era apenas una escenografía pasiva pues lo importante ocurría en las interioridades del alma. Al paseante, por tanto, le interesaba menos lo que veía que lo que sucedía en su pensamiento. Los románticos llevaron hasta las últimas consecuencias esta suerte de paseos con los ojos cerrados. Por eso su héroe más consecuente, como recuerda Kleist, era el sonámbulo.

A diferencia de Rousseau y tantos otros, Schelle orienta su arte de pasear no sólo al campo sino también a la ciudad. Además cambia drásticamente la perspectiva del paseo pues su caminante está muy atento a lo que ve y la experiencia espiritual, si se produce, es un efecto de lo conseguido sensorialmente. Aunque por lo poco que sabemos de su vida Schelle no parece haber habitado en una gran ciudad hay en su libro significativas anticipaciones del flâneur que Baudelaire postulará, medio siglo después, para París. Como el flâneur baudelairiano el artista del paseo de Schelle tiene que ser alguien que resuelva un difícil equilibrio: por un lado debe estar extremadamente atento a lo que ve a su alrededor y, por otro, debe tener la disposición a perderse en sus propias reflexiones.

Todo eso exige, por así decirlo, buenas condiciones de trabajo y, naturalmente, una técnica que, a su vez, requiere un aprendizaje. Schelle explica algunas de las pautas que tiene que seguir el aprendiz de paseante: educar los sentidos de modo que éstos sean paulatinamente más agudos y refinados; ser un buen guía pero, simultáneamente, dejarse guiar por las novedades que ofrece el paisaje; descubrir los secretos de la ciudad aunque sin pretender obtenerlos todos al unísono y de manera inmediata. El paseante ha de tener curiosidad, tiempo y también espacio, sin que las premuras o apretones favorezcan en nada la experiencia que, en condiciones propicias, otorga el paseo.

No sabemos si Schelle enloqueció al tratar de poner en práctica sus propios principios pero podemos adivinar que hoy sí enloquecería al comprobar hasta qué punto se ha desvanecido el arte de pasear. Estos días no he dejado de pensar en los consejos y recomendaciones de Schelle al contemplar al pobre antipaseante que recorre Barcelona, o lo que queda de Barcelona, bajo el bochorno.

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Si el artista del paseo o el flâneur quisieran, en la actualidad, ejercer sus sutiles capturas serían sin duda arrollados sin piedad. Cierto que las calles están llenas de seres que se mueven, pero estos seres no tienen tiempo ni espacio secreto alguno que descubrir. ¿Se imaginan ustedes a un aprendiz de paseante tratándose de educar entre las masas de turistas y las masas de consumidores que aplastan los centros neurálgicos de la ciudad hasta conseguir, también de ella un encefalograma plano?

Como tenemos expertos en todo supongo que asimismo tenemos expertos en los efectos del antipaseo. Una vez oí que lo mejor para aliviar el tráfico era colapsarlo. Algo semejante deben de haber meditado los especialistas en obturación peatonal, y la Barcelona actual es probablemente un experimento para el futuro. Si queremos mejorar todavía más la calidad de vida necesitamos más hoteles, más turistas, más bazares, más consumidores, más restaurantes, más diversión. Todo eso lo agradecerá el antipaseante mientras sus sentidos se vuelven más y más groseros, en el rumbo opuesto al que proponía el loco Schelle. Y si la escenificación ocurre a 40 grados aún el experimento es más satisfactorio porque unos y otros pueden comunicarse lo único que sienten: ¡qué bochorno!, ¡qué bochorno!, ¡qué bochorno!

Estos días, no lo podemos negar, sentimos bochorno. Por el calor, por permitir que la nuestra sea cada vez más una anticiudad de antipaseantes, por lo que sucedió con la carga de inmigrantes ante la isla de Malta; por lo que está sucediendo en Tiro, la destrucción de una de las cunas culturales de Europa sin que la acalorada e indiferente Europa sea capaz de hacer nada, y sin siquiera sentirse abochornada por su apatía.

Bochorno.

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