Mañana será demasiado tarde
La intervención militar de Israel en Líbano ha vuelto a encender el Próximo Oriente, donde se juega una partida interminable en la que todos los actores mueven sus fichas según sus intereses y donde las piezas sacrificadas siempre son las mismas. El secuestro de dos soldados israelíes por la milicia de Hezbolá ha tenido una respuesta a todas luces desproporcionada, porque una cosa es el legítimo derecho a defenderse y otra la "violación del Derecho humanitario", tal como ha denunciado el secretario general adjunto de la ONU para Asuntos Humanitarios, Jan Egeland. El bombardeo sistemático de las infraestructuras y de la población civil de Líbano no puede justificarse bajo ningún concepto y nos retrotrae a otra intervención que hace un cuarto de siglo finalizó en tragedia.
El castigo a la población libanesa da nuevos argumentos a los grupos terroristas internacionales
Israel intenta repetir los objetivos de 1982: castigar a la población civil buscando una reacción contra Hezbolá (en 1982 fue contra el sector de la OLP liderado por Yasir Arafat) y conseguir que se forme un gobierno no beligerante con Tel Aviv. En 1982, acabó mal: masacres de los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila; asesinato del presidente recién elegido, el cristiano maronita Bachir Gemayel; atentados suicidas un año después contra cuarteles de las tropas de EE UU (y de su Embajada en Beirut) y de Francia, que formaban parte de la Fuerza de Seguridad de la ONU, y del Ejército israelí en Tiro con un balance de más de 400 muertos. Era la carta de presentación de Hezbolá, que oficialmente vería la luz poco después, y de la conexión entre Damasco y Teherán. Los 18 años que siguieron fueron una sangría para el Ejército israelí que perdió casi 800 soldados. De ahí que tanto Israel como EE UU descarten la ocupación y se inclinen por la interposición de fuerzas de la OTAN o de la UE para garantizar la desmilitarización de Hezbolá, cosa que el Ejército libanés no está en condiciones de llevar a cabo. La solución puede añadir más leña al fuego y comprometer a tropas europeas en una crisis de difícil salida.
Por su parte, Siria nunca ha aceptado la independencia de Líbano, pues lo considera una creación colonial para debilitar a Damasco. En 1976, el Ejército sirio entró en Líbano formando parte de una Fuerza de Disuasión Árabe, que tenía por misión interponerse entre las diferentes milicias libanesas. No se opusieron ni EE UU, ni la URSS, ni Israel. El Ejército sirio permaneció en Líbano hasta la primavera de 2005, cuando se retiró en cumplimiento de la resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU de 2 de septiembre de 2004. Fue una decisión obligada tras las incógnitas que rodearon al asesinato del ex primer ministro libanés Rafik Hariri el 14 de febrero de 2005. Fue, sin embargo, una decisión forzada con aires de agravio comparativo, pues la comunidad internacional no puso el mismo empeño en hacer cumplir la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU que exigía a Israel retirarse de los Altos del Golán que ocupa desde 1967. La actual crisis puede abrir un nuevo statu quo que permita a Siria, en el punto de mira de Washington, volver a ser un actor protagonista en la política de Líbano al precio, seguramente, de sacrificar su apoyo a Hezbolá.
Irán también mueve ficha. Es Hezbolá y no hay duda de que cada uno utiliza sus bazas como mejor le conviene. La crisis de Líbano ha rebajado la tensión internacional provocada por el programa nuclear iraní. La formación de un arco chiíta, desde Teherán a Líbano, pasando por Irak -donde Irán es un actor imprescindible- y por la minoría gobernante en Damasco constituiría un muro de rechazo a las teocracias sunitas de Oriente Medio, de las que poco pueden esperar los libaneses.
Los perdedores serán los de siempre. La retirada israelí de Cisjordania se pospone indefinidamente, lo que deja al partido Kadima sin la base de su programa electoral. La reocupación de Gaza y la destrucción de las infraestructuras palestinas han quedado fuera de cámara tras la intervención israelí en Líbano. La población civil de este país, que miraba con optimismo la recuperación económica y política (la denominada "primavera libanesa"), ve de nuevo frustradas sus esperanzas y teme que tras la destrucción se desencadene un nuevo conflicto interno como hace tres décadas. El proceso de paz está hecho añicos y no se ve cómo puede empezar de nuevo mientras Israel no acepte la realidad de un Gobierno que Hamás conquistó en las urnas. En todo caso, Ehud Olmert debería meditar por qué se produjo la victoria de Hamás: falta de horizonte político tras 40 años de ocupación; desencanto de unos Acuerdos de Oslo que se mostraron inviables y corrupción de una ANP que Tel Aviv se encargó de demonizar. Porque, en el fondo, todo es bastante simple: la ocupación de Gaza y Cisjordania es el cáncer que corroe el Próximo Oriente desde hace décadas y la seguridad de Israel está, cada vez más, indisolublemente ligada a la creación de un Estado palestino independiente y viable capaz de garantizar la paz en base a las fronteras de 1967.
Pero la situación internacional no es la misma que hace un cuarto de siglo. La ocupación de Irak, la situación en Gaza y Cisjordania, el conflicto permanente en Afganistán -donde las cosas van mucho peor de lo que se dice- y, ahora, el castigo de la población civil libanesa constituyen nuevos argumentos de legitimidad para los grupos vinculados al terrorismo internacional. Al mismo tiempo, como muestran las encuestas de opinión de The Pew Research Center de los últimos años, crece el sentimiento antioccidental en muchos países musulmanes, mientras gana simpatías Osama Bin Laden y Al Qaeda, reconvertida en un icono capaz de actuar mediante franquicias en cualquier parte del mundo. La vacilante y tardía respuesta internacional a la agresión que padece la población libanesa parece una imposición de Washington para dar tiempo a que Israel consiga sus objetivos, con el peligro de que el conflicto se internacionalice. Mañana será demasiado tarde para rectificar y, sin negar la responsabilidad de unos dirigentes árabes que utilizan la causa palestina para cubrir sus deficiencias democráticas y la brutalidad de sus regímenes, el sueño neoconservador de construir un Oriente Medio a la medida de sus intereses (y de Israel) nos conduce al borde del abismo. Tras la caída sólo queda el vacío o el apocalíptico escenario hobbesiano preconizado por Samuel P. Huntington en su "choque de civilizaciones". Sin duda, con nuestras reticencias y falta de decisión para saber comprender las dos caras del terror, habremos contribuido a crearlo.
Antoni Segura es catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d'Estudis Històrics Internacionals (CEHI) de la Universidad de Barcelona.
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