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El coste de la no Constitución

El pasado Consejo Europeo de Viena, tras constatar que 15 Estados miembros habían ratificado la Constitución, concluyó ampliando el plazo de reflexión, con un reexamen en 2007 bajo presidencia alemana y una ampliación del plazo hasta 2008. Ahora ha llegado la presidencia finlandesa dispuesta a predicar con el ejemplo, ratificando el Tratado por considerarlo un deber de todos y cada uno de los Estados firmantes. El método no es nuevo, es el clásico en la construcción europea: si un compromiso no se cumple dentro del plazo acordado, se fija uno nuevo y adelante. Así ocurrió con el mercado común previsto para 1970 y realizado como mercado interior en 1992. Lo esencial es tener voluntad de cumplir con los compromisos sabiendo no sólo lo provechosos que son sino lo que cuesta no hacerlo, como ilustró el Informe Cechini en el caso del mercado interior.

Mientras tanto, prosigue un debate que algunos plantean como funerario y otros como una tertulia en la que la propia ocurrencia es siempre la mejor. Por ello, conviene recordar algunas verdades elementales del proyecto común de Europa y no la Europa de los proyectos con las que algunos tratan de envolver en humo su desconcierto. La primera es que 25 Estados hemos elaborado en debate público una Ley Fundamental que conforma la Unión que hemos creado como una democracia supranacional. Nuestros Gobiernos la firmaron solemnemente en Roma en octubre de 2004, ahora tienen el deber y el derecho de pronunciarse sobre el mismo texto, por lo que no procede despedazarlo en función de los gustos de cada uno. Además, está el compromiso con el propio electorado: aquellos que luchamos por el y lo conseguimos, como es el caso no sólo de España, en donde se ganó claramente el primer referéndum, sino de la mayoría de los Estados y de los ciudadanos de la Unión, tenemos la obligación de defenderlo. Ciertamente no como trágala, porque se trata de un desafío sin precedentes, revolucionario en el mejor sentido de la palabra. Frente al sí, deben ser valorados por todos los noes, pero sólo pueden resolverlos quienes los formularon, sin que supongan vetos. Así ocurrió con el no danés a Maastricht y el irlandés a Amsterdam; de momento, ni Francia ni Holanda han optado por el divorcio, dentro de un plazo tendrán oportunidad de manifestarse democráticamente.

El caso de los que no se han pronunciado debe ser también tenido en cuenta. En principio, es aceptable que estén valorando la oportunidad del momento: Portugal e Irlanda son socios de primera hora del euro y de la cohesión, sin duda podrían mostrar un poco más de entusiasmo por un reforzamiento de la Unión Económica y Monetaria. Lo que no es de recibo es la apuesta descarada por el fracaso del compromiso común que hacen destacados políticos británicos, como Denis Mac Shane, quien en estas mismas páginas ha declarado muerto y finiquitado el proceso cuando todavía nos estamos preguntando qué va a hacer el Reino Unido no sólo con el Tratado Constitucional sino también con el euro. Resulta curioso este silencio sobre compromisos compartidos cuando se hace gala de respetar como ley sagrada el principio de my word is my bond (mi palabra me ata). A ello se ha añadido la preocupante actitud eurofóbica de los actuales presidentes y mayorías parlamentarias en Chequia y Polonia. En todo caso, todos y cada uno debemos hacer honor a la palabra dada.

Por su parte, la Comisión debe jugar un papel activo como guardiana de los Tratados. Es de saludar la conversión del presidente Durão Barroso a la defensa activa del Tratado expresada en el Pleno del Parlamento Europeo de junio, donde esbozó un primer cálculo del coste de la no Constitución innegablemente mucho más político que económico: falta de clarificación de competencias, Carta de Derechos Fundamentales vinculante, ministro de Asuntos Exteriores-vicepresidente de la Comisión, coherencia en política exterior, extensión de la codecisión y la mayoría cualificada. La lista es mucho más larga, pero esta última cuestión que representa la constitucionalización del poder legislativo en la Unión es tan esencial como desapercibida, a pesar de ser la prueba del algodón del funcionamiento democrático común de Estados con regímenes, historias y estructuras diferentes cuyo elemento común definidor es que las leyes se hacen en Parlamentos elegidos con luz y taquígrafos. La Constitución introduce por primera vez la ley, la jerarquía normativa con cinco tipos de decisión frente a los 30 actuales y amplía las bases jurídicas de las 35 actuales en la codecisión como procedimiento legislativo ordinario a 85, con lo que corona el salto de gigante iniciado en el Tratado de Maastricht en la superación del "déficit democrático". Bases que se contienen en la parte tercera del Tratado, por otra parte la única actualmente en vigor.

Esta cuestión es cardinal si se piensa que un tercio de la legislación aprobada en los Parlamentos de los Estados miembros es transposición de normas europeas. Ejemplos del valor de la codecisión no faltan, en la presente legislatura destacan tres directivas profundamente modificadas por el Parlamento Europeo: liberalización de servicios, control de productos químicos REACH y tiempo de trabajo. También tres casos en los que la ausencia de Constitución limita de manera sustancial la capacidad europea: la legislación antiterrorista, como reconoció el ministro británico Clarke después de los atentados de Londres, la inmigración como política común y la energía. Se podrían añadir otros con evidente impacto económico como es el decisivo tema de los recursos propios, única solución razonable para la agónica negociación de las perspectivas financieras.

En todo caso, los eurolistos que dicen que debemos ocuparnos de los temas que realmente preocupan a la gente y no de las instituciones deberían tener muy presente que para poder funcionar de modo democrático entre 25 y pronto 27 necesitamos la Constitución Europea. Mientras tanto, seguiremos pagando costes políticos y también económicos.

Enrique Barón Crespo es presidente de la Comisión de Comercio Exterior del Parlamento Europeo.

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