El rostro de la felicidad esquiva
En 1978 se reunieron y publicaron en un grueso volumen el conjunto de los mejores relatos de John Cheever bajo el título The stories of John Cheever. Hasta entonces, este habitual colaborador de The New Yorker no parecía haberse abierto hueco en la gloriosa nómina de narradores norteamericanos del siglo. El libro obtuvo el favor de los lectores y la crítica, y el Premio Pulitzer. Tras años y años de indiferencia y escaso reconocimiento, el conjunto de su obra se imponía al fin y tuvo la suerte de disfrutarlo en sus últimos años. Lo cierto es que en un país de grandes cuentistas, los cuentos de Cheever lo auparon a lo más alto y ahí queda para ejemplo de narradores.
La escritura de Cheever ha bebido sin duda del caudal de algunos autores de la "generación perdida", especialmente de Hemingway y Scott Fitzgerald, pero hay que decir que su estirpe procede de mucho antes, de Antón Chéjov. Por otra parte, el tono aparentemente amable, incluso encantador, de muchos de sus relatos bien podría recordar la bonhomía de un O'Henry. Pero lo cierto es que la lectura de esta colección de relatos deja ver con toda claridad que Cheever escribió una especie de "Comedia Humana" de la clase media norteamericana de los años treinta, cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Cuando uno considera la cantidad de personajes y situaciones que quedan registrados en estas páginas -incluso entrecruzados unos y otras- se queda admirado. Es toda una experiencia de vida que queda registrada literariamente gracias a un prodigioso esfuerzo de atención e imaginación.
RELATOS I Y II
John Cheever
Traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika
Emecé. Barcelona, 2006
528 y 502 páginas
22,50 euros cada volumen
A primera vista se podría
pensar que se trata de relatos de perdedores -esa figura tan de moda y tan socorrida- sobre los que se solicita una mirada de compasión proponiendo una lectura gratificante, pero en seguida advierte el lector que no está tratando con perdedores sino con otro género no tan apreciado: los relatos de Cheever están llenos de gente mediocre. Y lo primero que, poco a poco, emerge de su escritura es que esta gente mediocre es pura humanidad, es una representación del hombre medio, de la mujer media, absorbidos en su pequeñez, pero absolutamente reconocibles en su patético braceo por la vida. Y no hay un átomo de compasión en los relatos de Cheever sino, muy al contrario, una mirada que es un cuchillo y que, sin embargo, tampoco contiene un átomo de desprecio. Es más, se diría que escribe como una especie de inteligente chismoso de la misma clase social que sus personajes; ése es quizá su truco, pues también se confunde con ellos, acude a sus fiestas o los acompaña en un almuerzo o en una discusión contenida. Cheever logra un efecto admirable que es el de admitir una cierta empatía, quizá incluso ternura, por sus personajes sin que por ello pierda ni por un segundo la distancia que todo verdadero autor mantiene con ellos. Uno pensaría que puede ser uno más entre ellos, un lúcido disimulado.
El medio que pinta es el del ser humano acechado por el miedo a perder; la soledad, el desamparo y la pérdida gravitan sobre estas almas en busca de una felicidad esquiva, que no está hecha para ellos en el supuesto de que exista tal y como la conciben. Esos temores de la clase media son los dominantes en todos los relatos con la excepción de uno, que resulta casi jocoso en el conjunto de todos: El gusano en la manzana, un cuento sobre gente feliz a la que las cosas le van bien. Por el contrario, el relato titulado El nadador sería un resumen perfecto del mundo que Cheever retrata. En general, son relatos sin negrura en superficie, cuyo efecto cala paso a paso, ninguno de los cuales parece especialmente duro...
hasta que se cierran sobre la historia del personaje de turno. Los hay duros, sí, como La muerte de Justina o Los Hartley, pero son los menos. Como es propio de esa clase media desorientada en busca de la felicidad, utiliza a menudo el recurso de los sueños. Buena parte de los cuentos están protagonizados por matrimonios con un par de hijos.
El tono de Cheever es elegan
te y nada agresivo. Un ejemplo: "La oscuridad al otro lado de las puertas de cristal se había vuelto azul, pero aquella luz azulada parecía carecer de origen, como surgida en medio del aire". El humor está presente de una manera incisiva, pero agridulce: "Los ojos, de color castaño, estaban demasiado juntos, de manera que, cuando se desanimaba, su mirada adquiría un aire de roedor"; o bien: "El aspecto seráfico que adoptaba cuando escuchaba música era la expresión de alguien que trata de recordar un número de teléfono olvidado". Son frases de doble filo: no resultan agresivas, pero cortan, lo mismo que los relatos. Como dice Francis Weed en El marido rural refiriéndose al lugar donde viven la mayoría de sus personajes: "No existía depravación; no se había producido un divorcio desde que él vivía allí; ni siquiera una sombra de escándalo. Las cosas parecían arreglarse incluso con más decoro que en el Reino de los Cielos". Hasta la desgracia parece discreta en Shady Hill. Pocas veces la hipocresía y el miedo y el dolor y la esperanza anduvieron tan de la mano como en estos admirables relatos, excelentemente traducidos, por cierto, por José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika.
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