Tres psicólogos y pocos huevos
Sigo aquí. El miércoles tuve un momento de debilidad. Súbitamente sentí que no soportaría asistir a la muerte de mi ciudad amada. Esta Beirut que ya muestra señales de abatimiento, aunque esforzadamente trata de continuar con sus asuntos, no va a caer de nuevo. No, después de que yo la haya visto rehacerse desde 1998, cuando regresé por primera vez en vacaciones.
Entonces recibí una llamada de la Embajada de España proponiéndome una evacuación de lujo y no lo dudé. Hice las maletas, pagué el hotel y salí zumbando hacia el Forum Beirut, antaño, como su nombre indica, moderno pabellón de congresos, y hoy convertido en una especie de refugio para repatriados. Organizaba la operación la Embajada británica, que previamente había llegado a un acuerdo con Israel para que no bombardeara el barco que, en cuatro horas, nos depositaría en Larnaca sanos y salvos. Los primeros en embarcar fueron los británicos propiamente dichos; luego, los franceses (que murmuraban contra la discriminación). Esperando quedamos los ingleses de origen libanés, y un puñado de españoles entre los que se encontraba el representante de algo relacionado con la inmigración o así, de Comisiones Obreras.
El estruendo de los proyectiles ha convertido el llanto de los niños en un aullido animal
Lo peor era el chillido de los bebés. En Beirut también ocurre. Las noches en blanco, la ansiedad que les transmite la leche de sus madres, el horrible estruendo de los proyectiles, ha convertido el llanto de los niños en un desesperado aullido animal que parece no tener pausas, como si hubieran decidido dejar de respirar y sacarse el alma con la rabia.
Fátima, de 30 años, con un bonito vestido azul y pañuelo a juego -su marido, Imad, tiene un pequeño negocio de electrónica en un suburbio londinense-, trataba de apaciguar a su hija de un año, Nazik, llevándola en brazos y dándole paseítos en zigzag. Su hijo adolescente, Ahmed, que habla inglés mejor que árabe y tiene 13 años, con gran sentido de la síntesis me contó que la guerra les había atrapado cuando estaban de vacaciones, visitando a su abuelo materno, en Beirut. Maha, la mayor, de 15 años -parecía mayor: una mirada muy severa, la suya-, entretenía a otra hermana, Heba, de nueve años. Y Hussein, un precioso chaval de cuatro años, aleteaba sus pestañas para que le hiciera una foto. Cosa que inmediatamente obtuvo.
Así fuimos pasando el rato, entre chillidos de bebés, algún que otro conato de nervios -británicos y franceses seguían paralizados en el barco-, cuando me fui a un rincón y me eché a llorar. Pero a llorar-llorar. Desconsoladamente. De pronto, noté que no estaba sola. Un militar británico de mediana edad que se presentó como psicólogo me preguntó qué me pasaba. Le dije que sentía pena porque me iba. Perplejo, asintió como pensando que había dado con la única loca de la evacuación. Poco después, yo seguía sollozando -con esa tranquilidad que te da hallarte entre desconocidos- cuando más Psicología acudió a salvarme. Esta vez se trataba de dos mujeres, también uniformadas. Me entendieron mejor cuando les dije que no soportaba dejar Beirut atrás, y me dieron unos golpecitos en la manita de lo más estimulantes.
Yo pensaba, avergonzada, en las otras evacuaciones pendientes: las que están intentando organizar Filipinas, Bangladesh e India. Pensaba en los refugiados procedentes de Irak, de Sudán, de Eritrea, de Filipinas. La mayoría de ellos están en situación de ilegalidad, muchos de ellos se encuentran en el país trabajando en el servicio doméstico, en la construcción, como barrenderos. Ahora se hacinan en un colegio cercano al Monoprix de Verdun ("Permaneceremos abiertos siete días de la semana de 9.00 a 19.00", anuncian en el periódico), vigilados por policías armados que temen motines. Pensaba en las etíopes que trabajan por la comida, la cama y poco más, y que han sido abandonadas por sus amos en huida. Algunas mujeres han tenido la suerte de que las necesiten para cuidar ancianas que pueden permitirse vivir en un hotel como el mío.
Y cuando continuaba llorando a mares, surgió la voz del altavoz, liberadora: "Sentimos comunicarles que el Ejército israelí impide la salida de este barco porque no se dan las condiciones de seguridad previstas". Es decir, que el invasor tenía ganas de putear a los británicos, y que éstos ponían la vaselina. Recogí mi pequeña maleta, salí y, al soldado que tomaba nota de los nombres de la gente para llamarles en caso de nueva evacuación, le espeté, muy sonriente: "Tienen ustedes muchos psicólogos, pero muy pocos cojones". En realidad, dije guts.
Llamé al hotel, pedí que me mandaran a mi octogenario Nuri, y cinco minutos después compareció con su Mercedes de 1970 y su hija, a la que utiliza de GPS porque, con los cambios de luz, ve menos que un topo.
Ya anochecía cuando regresé a Beirut, a mi ciudad de ahora, en donde mis amigos libaneses me recibieron como hermanos. La urbe ha recuperado el surrealismo que la caracterizó durante las otras guerras: anuncios de cinta aislante para proteger los cristales, avisos de que Dewar's White Label pospone su concurso, pero, por favor, no tiren los boletos, todavía útiles. También se reciben -novedades de las tecnologías- mensajes telefónicos como éste: "¡Salve su vida! ¡Mande dos mensajes vacíos al 1085 y suscríbase a Breaking News! ¡Lo que ocurre, minuto a minuto!".
Como suele decirse: Welcome to Beirut. En donde, por cierto, manifestantes que se reunieron el jueves frente a la sede de la Unión Europea para pedir una acción internacional contundente que acabe con el conflicto, fueron atendidos por un representante a la solanesca (de don Javier, no del pintor), que les soltó la habitual perorata. Los otros se echaron a cantar: "Parole, parole, parole", en el mejor estilo Mina contra Marcello Mastroiani.
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